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Actualizado: 18 de junio de 2025


Bien, bien dijo Artegui, vuelto ya a su displicente reserva. Rompió el tren a andar, y quedose Sardiola de pie en el andén, agitando la servilleta en señal de despedida, sin mudar de actitud hasta que el humo de la chimenea se borró en el horizonte. Lucía miraba a Artegui, y hervíanle las preguntas en los labios. Mucho le quiere a usted ese pobre hombre murmuró al fin.

La señorita tiene cara de estar de buen humor siempre... y usted.., ¡Usted siempre está así, como si le hubiesen dado cañazo! En eso no emparejarían ustedes bien. Soltó Lucía la carcajada y miró a Artegui, que sonreía complaciente, lo cual aún la animó a reír más. El almuerzo prosiguió en el mismo tono cordial, alegrado por la charla de Sardiola, por el infantil regocijo de Lucía.

Cuando después de rodar por anchas y magníficas calles se detuvo el simón frente a la fonda de la Alavesa, saltó Lucía al suelo ligera como una perdiz, diciendo al comisionado: Suplico a usted que me ayude a bajar a esta señorita, que viene enferma.... Pero fijándose de pronto en la cara de aquel hombre, exclamó dando una gran voz: ¡Sardiola!

Y mirando a Lucía y dándose una razonable puñada en la frente, gritó de pronto Sardiola: Cuanto más, que.... ¡Bobo de mi!; pues claro que va a sanar la señora doña Armanda, cuando vea la alegría que se le entra por las puertas. ¡Ay qué gusto verle a usted casado, señorito! ¡Y con tan linda muchacha! ¡Para bien sea! Majadero dijo Ignacio, bronco y desapacible ; esta señora no es mi mujer.

El reposo de aquel rinconcillo solitario trajo de nuevo los pensamientos familiares.. No, Lucía no podía llorar más, sus ojos secos no contenían lágrima alguna; lo que deseaba era descanso, descanso.... Habíanle prohibido Dios y la naturaleza pensar en la muerte; así es que empleando ingenioso subterfugio, pensaba en un sueño muy largo, que no tuviese fin.... Absorta, vio venir a Sardiola corriendo.

¿Dónde está la señorita Lucía? preguntó brutalmente a Sardiola, que velaba. No ... El fiel perro alzó los ojos y contempló las facciones descompuestas del marido, y una intuición rápida le dijo docenas de cosas. Miranda salió como un cohete, y recorrió las habitaciones llamando a Lucía a gritos. Silencio profundo. Entonces resueltamente salió al balcón, y bajó al jardín.

Lucía, que caída la labor en el regazo escuchaba con vida y alma, púsola toda en sus ojos para preguntar, mudamente, algo a Sardiola.

¡Irme! contestó Sardiola apaciblemente . ¡Bueno es irme! ¡Para que usted la ahogue, y se quede tan fresco! ¡mal hombre! vergüenza debiera darle a usted tocar al pelo de la ropa a la señorita.

Al ir cayendo el sol se distinguían los coches a lo lejos por la móvil centella de sus faroles; pero confundidos ya colores y formas, cansábanse los ojos de Lucía en seguirlos, y con renovada melancolía se posaban en el mezquino y ético jardín. Ello es que nunca les faltó conversación. Los ojos de Lucía no eran menos incansables en preguntar que solícita en responder la lengua de Sardiola.

A ser Sardiola alguna pared de cal y canto, atendiera más a las invectivas de Miranda de lo que lo hizo. Con soberana indiferencia y fuerza hercúlea cargó en sus hombros el bello bulto inanimado, y separando al marido de un vigoroso empujón, tomó escalera arriba, no parando hasta depositar la preciosa carga en un sofá de la estancia mortuoria.

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