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Depositaron a Pilar en una butaca y Sardiola se quedó en pie esperando órdenes. Su mirada, negra y reluciente como la de un cachorro de Terranova, se clavaba en Lucía con sumisión y afecto verdaderamente caninos. Ella, por su parte, se mordía los labios para retener las preguntas que impacientes asomaban a ellos. Sardiola adivinó, con su instinto fiel de animal doméstico, y prevínole el deseo.

Don Ignacio decía el bueno de Sardiola fue siempre así. Mire usted, del cuerpo dicen que nunca padeció nada.... ¡ni un dolor de muelas! pero asegura el ama Engracia que ya desde la cuna tuvo una a modo de enfermedad... allá del alma o del entendimiento, o ¡qué me yo!

Las pupilas de Lucía preguntaban más apremiantes cada vez. Sardiola siguió: Pues, lo que más gusto me daba, era vivir tan cerca del señorito.... ¿Tan cerca? preguntáronle, sin voz, los ojos brillantes. Tan cerca contestó él complaciente , tan cerquita, que, ¡si es un regalo! que atravesando ese jardín, se entra en su casa....

Pues yo también padezco del achaque de Sardiola.... ¡y a mucha honra! declaró Lucía ; ¡ya verá usted! ¡Bah!... ¡Sólo falta que también me salgan agradecidos sin causa! respondió Artegui en el mismo tono festivo . Pase aun cuando hay algún motivo, como con ese infeliz de Sardiola.... ¿Qué hizo usted por él? preguntó Lucía, incapaz de sellar sus labios preguntones.

No obstante, alguien hubo que sacó a Lucía del atolladero; y fue ni más ni menos que Sardiola, que conocía a un jesuita paisano suyo, el Padre Arrigoitia, y lo trajo en un santiamén. Era el Padre Arrigoitia alto como una caña, encorvado por la cintura, dulce como el jarabe y tan pegadizo e insinuante como brusco y desamorado su conterráneo el Padre Urtazu.

Acaso maravillará al lector, que tan enterado anduviese Sardiola de lo concerniente a aquel a quien sólo trató breve tiempo; pero es de advertir que el vasco era de un lugar bien próximo al solar de los Arteguis, y familiar amigo de la vieja ama de leche, única que ahora cuidaba de la casa solitaria.

Salió gritando y pidiendo auxilio; acudió primero Sardiola a sus voces, y meneando la cabeza, dijo: «Se acabóMiranda y Perico llegaron en breve; justamente estaban en casa por ser las once, hora de cambiar el lecho por el almuerzo.

Sardiola, entretanto, metiendo la mano en el bolsillo de su chaleco, sacó una mediana faca, de picar tabaco sin duda, y la arrojó a los pies de su adversario. Tome usted dijo con ese garbo caballeresco que tan frecuentemente se halla en la plebe española... a me ha dado Dios buenos puños.

Calla ordenaron de pronto los ojos elocuentes. Y Sardiola obedeció. Era que entraban Duhamel, Miranda y Perico. Duhamel examinó con minuciosidad aquella pieza, y declarola, en su jerga luso-franca, abrigada, cómoda, baja asaz y ventilada mucho, y en todo conveniente para la enferma.

Señorita... señorita.... El bueno del vasco se asfixiaba. ¿Qué hay? dijo ella, y levantó lánguidamente la cabeza. Está ahí dijo Sardiola atragantándose. Está... ahí.... Lucía se irguió recta como una estatua y puso ambas manos sobre el pecho.