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Actualizado: 28 de junio de 2025
Arrojábanse sobre ella las mujeres, arrancándole la corona, tirando de sus pendientes hasta rasgarle las orejas, haciendo trizas sus blancas vestiduras. Al abrirse la puerta, salía como una bestia acosada entre la rechifla de los hombres, los arañazos de las mozas y las pedradas de los chicuelos, para refugiarse en casa de su padre. Este era inflexible.
Si el reuma no le tenía postrado, salía, casi todos los días, a pescar en un bote de su propiedad: horas y horas se pasaba el ex-capitán fondeado cerca de tierra, inmóvil, con el aparejo en la mano, dejándose tostar por el sol y azotar por el aire.
10 y en la vid tres sarmientos; y ella como que florecía, salía su renuevo, maduraron sus racimos de uvas; 12 Y le dijo José: Esta es su declaración: Los tres sarmientos son tres días; 14 Por tanto te acordarás de mí dentro de ti cuando tuvieres bien, y te ruego que hagas conmigo misericordia, que hagas mención de mí al Faraón, y me saques de esta casa;
La pregunté por señas si salía de paseo, y me contestó que sí: y en efecto, un día aguardé en la calle hasta las cuatro y la vi salir en compañía de una señora, que debía de ser su mamá, y de dos hermanitos.
Eran las horas meridianas aquellas en que preferentemente la atacaba el sueño comático, y la enfermera, que nada podía hacer sino dejarla reposar, y a quien abrumaba la espesa atmósfera del cuarto, impregnada de emanaciones de medicinas y de vahos de sudor, átomos de aquel ser humano que se deshacía, salía al balconcillo, bajaba las escaleras que conducían al jardín, y aprovechando la sombra del desmedrado plátano, se pasaba allí las horas muertas cosiendo o haciendo crochet.
Pocos días después, a las once de la mañana de un viernes de Cuaresma, el salvaje más elegante de Madrid salía de un sueño tranquilo y profundo con el firme propósito de casarse con la hija de Calderón.
Cuando salía de la escena entre aplausos, por pocos que fueran, veía a Reyes que batía palmas entusiasmado; entonces sonreía ella, inclinaba la cabeza saludando y pasaba discretamente cerca del infeliz enamorado. ¡Qué perfume el que dejaba tras de sí aquella mujer! Era un perfume espiritual, según él; no se olía con las groseras narices, sino con el alma.
Esta era su delicia mayor cuando a la calle salía, y origen de vivísimos apetitos que conmovían su alma, dándole juntamente ardiente gozo y punzante martirio. Sin dejar de contemplar su faz en el vidrio para ver qué tal iba, devoraba con sus ojos las infinitas variedades y formas del lujo y de la moda. ¡Cuántas invenciones del capricho, cuántas pompas reales o superfluidades llamativas!
Durante los días siguientes, Tirso guardó idéntica reserva: no salía, hablaba de cosas indiferentes, rehuyendo toda conversación sobre su pasado, esquivando rasgos de intimidad y haciendo como que no oía lo que le disgustaba.
Sin embargo, cuando Clara, que salía siempre a despedirle, cerró la puerta, cuando bajó los primeros escalones, un pensamiento lúgubre atravesó su cerebro: «¡Si ese chico me matase!» Quedó un instante inmóvil y tuvo intenciones de volverse y besar a su hijo y a su esposa con más efusión de lo que lo había hecho. Pero se arrepintió inmediatamente comprendiendo el efecto que esto causaría a Clara.
Palabra del Dia
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