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Pasee usted cuanto quiera, amigo Barragán repuso Tristán mirándole con curiosidad. Pero con gran sorpresa suya en vez de hacer uso de esta facultad el paisano se dejó caer como un plomo sobre el diván, sacó el pañuelo y se lo llevó a la frente empapada de sudor. ¡Es tan triste! ¡Es tan triste! murmuró con abatimiento.

Senteme, pues, al aire libre mientras terminaba sus quehaceres, y me puse a escuchar con sosiego los acordes suaves de las guitarras y la vocecita destemplada del niño, que parecía un hilo que se retorcía en el aire. Una mujer sacó agua del pozo, y el chirrido de la polea hizo coro a las guitarras y al chico.

Entonces uno de ellos sacó una bolsa del seno y mostrósela a Sancho, por donde entendió que le pedían dineros; y él, poniéndose el dedo pulgar en la garganta y estendiendo la mano arriba, les dio a entender que no tenía ostugo de moneda, y, picando al rucio, rompió por ellos; y, al pasar, habiéndole estado mirando uno dellos con mucha atención, arremetió a él, echándole los brazos por la cintura; en voz alta y muy castellana, dijo: ¡Válame Dios! ¿Qué es lo que veo? ¿Es posible que tengo en mis brazos al mi caro amigo, al mi buen vecino Sancho Panza?

Cuando estuvo hecha la operación cogió de nuevo el cesto, transformado ya en camilla de hospital, y a paso lento y prevenido lo sacó de allí, bajó la escalera y lo depositó en una de las estancias del único piso alto que tenía la casa. Era ésta una mansión de hidalgo o labrador acomodado. Los pisos de ladrillo rojo, las paredes enjalbegadas, los techos con las vigas al descubierto.

Cuentan que en un pueblecito de Andalucía se sacó una procesión de penitencia, en la que muchos devotos salieron vestidos con túnica nazarena y llevando al hombro una pesada cruz de madera.

Vamos dijo la señora sonriendo. Ya debí comprender desde el principio que era todo una broma. No es broma, es la pura verdad... Y si quieres convencerte, entérate... Sacó al mismo tiempo del pecho una carta que llevaba a prevención, y se la alargó. Doña Paula se puso en pie vivamente, y gritó: ¡Pronto!... ¡Una luz, pronto!

Gobernar es obrar así, señor mío; hay que sacrificar muchas veces el bien de uno por el bien de muchos... Pero yo hago más: del bien de uno, saco el bien de todos, salvo el principio de autoridad que peligra, el prestigio se respeta y se mantiene. ¡Con este acto mío corrijo errores de propios y estraños!

Véala, señor... Estos son mis hijos. Sacó del pecho un medallón de plata con adornos de arte de Munich, y tocando un resorte lo hizo abrirse en redondeles, como las hojas de un libro, dejando ver los rostros de toda la familia: la Frau Kommandeur, de una belleza austera y rígida, imitando el gesto y el peinado de la emperatriz; luego las hijas, las Fraulin Kommandeur, vestidas de blanco, los ojos en alto como si cantasen una romanza; y al final los niños, con uniformes de escuelas del ejército ó de instituciones particulares. ¡Y pensar que podía perder á estos seres queridos con sólo que un pedazo de hierro le tocase!... ¡Y había de vivir lejos de ellos ahora que era la buena estación, la época de los paseos en el campo!...

Pero era necesario tomar una determinación, y la madre Misericordia abrió el cajón de la mesa en que se apoyaba, y sacó un papel, le extendió, le pasó la mano por encima, permaneció durante algunos segundos irresoluta, y luego tomó una pluma. Pasó un nuevo intervalo de vacilación.

Yo no os he dado carta alguna para don Francisco. Tenéis razón; es que sueño con ese hombre. Quise decir la carta que me habíais dado para el señor duque de Lerma. ¿Qué, os la quitó?... Me la sacó... , señora... no cómo... pero me la sacó... y se quedó con ella. ¡Que se quedó con ella!... ¿y por qué os dejastéis quitar esa carta? exclamó con cólera la abadesa.