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Actualizado: 31 de mayo de 2025
El cura colocaba cerca de sí la caja de rapé, un gran pañuelo a cuadros sobre el brazo del sillón y la lección comenzaba. Cuando no había sido muy grande mi pereza, las cosas iban bien, mientras se tratase de deberes a corregir, porque aunque fuesen siempre de lo más corto posible, por lo menos estaban hechos con prolijidad. Mi letra era clara y mi estilo fácil.
Facundo tenía la rabia del juego, como otros la de los licores, como otros la del rapé. Un alma poderosa pero incapaz de abrazar una grande esfera de ideas, necesitaba esta ocupación ficticia en que una pasión está en continuo ejercicio, contrariada y halagada a la vez, irritada, excitada, atormentada.
No primo, exactamente dijo el cura narigueando su rapé con júbilo; el señor de Pavol es sólo tío político de Reina; su esposa era una señorita de Lavalle. No importa exclamó el señor de Couprat, no renuncio a nuestro parentesco. Mucho más, cuanto que si se buscase bien, se encontrarían matrimonios entre mi familia y la de los de Lavalle.
El cura sacudía la cabeza con aire satisfecho, tomaba rapé con entusiasmo y repetía en todos los tonos: ¡Bien, muy bien! Durante todo este tiempo entreteníame yo en contar las manchas de su sotana y en imaginarme lo que parecería con peluca negra, calzón corto y casaca de terciopelo rojo, como la que mi tío abuelo ostentaba en su retrato.
Aquí don Pelegrín se limpió los labios con su pañuelo, arregló la capa sobre las rodillas, sacó la caja de rapé y tomó un polvo con marcial desenfado.
Me negaré redondamente dijo. Sí, sí, usted dice eso, señorita; pero ¿qué significa esa guitarra, que se oye hace ya varias noches bajo sus ventanas? ¡Vaya! ¿Vaya? ¿Y ese español de capa y botas amarillas, que se ve rondar por los alrededores y que suspira sin cesar?... Es usted un bromista dijo la señorita de Porhoet, abriendo tranquilamente su caja de rapé.
A continuación venían los hombres de armas, los navegantes de espada, con la cabellera al rape y el perfil de pájaro de presa, todos vistiendo armadura de negro acero y algunos con la blanca cruz de Malta. De retrato en retrato, los rostros se iban afinando, sin perder la frente abombada y la nariz imperiosa de la familia.
Un maestro había perdido unos anteojos que se habían encontrado en su faltriquera: el rapé de otro había pasado al chocolate de sus compañeros, o a las narices de los gatos, que recorrían bufando los corredores con gran risa de los más juiciosos; la peluca del maestro de matemáticas había quedado un día enganchada en un sillón, al levantarse el pobre Euclides, con notable perturbación de un problema que estaba por resolver.
En los ojos del Magistral, verdes, con pintas que parecían polvo de rapé, lo más notable era la suavidad de liquen; pero en ocasiones, de en medio de aquella crasitud pegajosa salía un resplandor punzante, que era una sorpresa desagradable, como una aguja en una almohada de plumas.
Y por último el inglés Dechard, de cara estrecha y larga, cabello cortado al rape y bronceado color. Tenía muy arrogante presencia, ancho de hombros, delgada la cintura. «Buena espada, pero un bribón de marca,» me dije al verlo. Le hablé en inglés, con ligero acento extranjero y vi asomar a sus labios una sonrisa, que reprimió en seguida.
Palabra del Dia
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