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Actualizado: 3 de junio de 2025


Y sin embargo, a pesar de sus inesperadas victorias, a pesar de haber visto satisfechas sus ambiciones, ¿qué le habían dado en realidad esos veintiséis años devorados uno a uno, consumidos en la fiebre de una labor cotidiana?... Un poco de humo y un puñado de frías cenizas: nada fecundo, nada que pusiese un poco de calor en su corazón, nada sólido en suma... La única obra hermosa y útil que podría poner en su activo, era ese apuesto y robusto muchacho que caminaba delante de él, orgulloso de sus veinticinco años y levantando en su imaginación de enamorado castillos en el aire.

Y allí estaba Visanteta, la pobre enferma, sentada en la puerta de la ermita mirando fijamente su delantal, como hipnotizada por el brillo del puñado de plata; duros, pesetas dobles y sencillas, monedas de cincuenta céntimos; todo el contenido del bolso; hasta un botón de oro que debía ser de algún guante. Rafael participaba del asombro. ¿Pero quién era aquella mujer?

Antes sostenían el pabellón español ante los Indígenas un puñado de soldados, trescientos ó quinientos á lo más, muchos de los cuales se dedicaban al comercio y estaban diseminados, no sólo en el Archipiélago, sino también en las naciones vecinas, empeñados en largas guerras contra los Mahometanos del Sur, contra los Ingleses y Holandeses, é inquietados sin cesar por Japoneses, Chinos y alguna que otra provincia ó tribu en el interior.

La falúa que venía detrás lo recogió y lo entregó muy bien remojadito a su dueño, que no manifestó deseos por el momento de seguir apostrofando a las aves marinas. La escuadrilla continuaba acercándose al puñado de casas de El Moral, que distaban de Nieva legua y media próximamente. La villa se iba alejando cada vez más de nuestros viajeros, ofreciendo a sus ojos un espectáculo hermoso.

Vaya, vaya, ya estás aquí de más, Jacinto dijo al cabo ella haciendo esfuerzos inútiles por ponerse seria. Si no te vas en seguida te restrego la cara con ceniza. ¡Ca! No haría ella eso: no se atrevería á tanto. ¿Que no me atrevo? ¡Ahora verás! Y tomando un puñado de ceniza se lo arrojó á la cara. Jacinto comenzó á toser y estornudar porque se le había metido por boca y narices.

Con cuatro barcas pesadísimas é inadecuadas para tal viaje, había salido de Carmen de Patagones, en la costa atlántica, llevando por tripulación unos sesenta hombres. Este puñado de marineros se internaban en un país totalmente inexplorado, en el que vivían los indios más irreductibles y feroces.

Venía tan maltratado y tan acabado de fuerzas por los trabajos del viaje, fuera de que en muchas semanas no se le pudo dar á comer otra cosa que un triste puñado de maíz corrompido, que una hora después de haber entrado en nuestro colegio pasó á recibir en la Jerusalén celestial el galardón de tantos trabajos.

Ya no vivían la vida del presente, con olvido del resto del mundo, como si la humanidad hubiera muerto, los continentes se hubiesen hundido y no quedasen sobre el planeta otras personas que este puñado de seres flotando sobre un arca de acero, sin tener que preocuparse de la comida, que encontraban siempre pronta, sin miedo a los compromisos sociales de un mundo lejano, con los apetitos en libertad y la conciencia soñolienta.

El momento es grave, ¡grave!... vea usted a ese cristiano que se retuerce y pierde su sangre. A la risa espantosa del gitano se unió el ruido del mar, que ascendía, y empequeñecía cada vez más el espacio donde se oprimía aquel puñado de hombres. Los contrabandistas se persignaron temblando. Uno de ellos tomó su escopeta y la dirigió contra el gitano.

Una tarde en que el desencanto y la amargura habían invadido su pecho en que iba pensando seriamente, al caminar por la calle de Serrano, en abandonar por completo aquella ridícula aventura, al pasar por debajo del mirador después de haber saludado al joven, sintió caer sobre ella un puñado de flores deshechas. Levantó la vista y le envió una afectuosa sonrisa de reconocimiento.

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