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Al ver que se incorporaba la fiera, dijo a Pito Salces Chisco: al oju; yo al corazón... ¿Estás? Pues... ¡a una!

Esta escena muda, que fue brevísima, acabó por echar Pito el sombrero al aire, es decir, por estrellarle contra la bóveda erizada de puntas calcáreas; Chisco hizo lo propio, y yo no quise ser menos que los dos.

Prevenido contra este escollo y teniendo como la sensación de que, en el espíritu de algunos, con la explicación de pitó, he despertado la duda haciendo sospechar que he incurrido precisamente en eso que quiero evitar, en hacer fantasía, he de principiar por algunas consideraciones sobre uno de los nombres que recibe el número ocho en las lenguas malayas, para que sirva de prueba, por analogía, á lo dicho sobre pitó.

Los jóvenes de todas las clases siguen siempre su ejemplo. Bostezan si él bosteza, ríen si él ríe. En ocasiones no se le puede sufrir, porque lleva á sus labios un pito, que nunca abandona, y en seguida se oyen á centenares en el teatro, moviendo tal alboroto, que ensordece á los espectadores.

Pero como si el tren de Salamanca hubiera estado aguardando á que nos fuese grata la permanencia en la Estación de Medina para decir «¡Vámonos!», la campanilla, y el pito, y las voces de los empleados nos sacaron en esto de la contemplación de tan venerables ruinas y de sus grandes recuerdos históricos, obligándonos á correr más que aprisa hacia el andén, del cual nos habíamos alejado insensiblemente.

Por el aire andaban aún los dos oseznos arrojados por Pito desde la embocadura de la covacha, cuando Canelo salió disparado como una flecha y latiendo hacia la entrada de la cueva grande. Yo, que estaba muy cerca de ella, miré a Chisco y leí en sus ojos algo como la confirmación de un recelo que él hubiera tenido.

Cerca, muy cerca ya del peñasco, el Canelo arrastraba materialmente a Chisco, que tiraba de él con todas sus fuerzas en sentido contrario, y ni amordazándole con una mano podía hacerle callar. La perruca faldera latía y vociferaba también, a su modo, y zarandeaba el cordel que la sujetaba a la manaza de Pito; pero temblaba mucho... aunque no tanto como yo.

Lo que le obligaba a caminar así no era difícil de adivinar: tras él venía la fiera gruñendo y rezongando; y al asomar al boquerón, no me impidió el frío nervioso que corrió por todo mi cuerpo, estimar la exactitud con que Pito había calificado el lucir de los ojos de aquel animalazo: realmente centelleaban entre los mechones lanudos de sus cuencas, como las ascuas en la oscuridad.

Como toda la prudencia y la reflexión que podía esperarse de aquellos dos rudos montañeses había que buscarla en Chisco, yo no apartaba mis ojos de él, y no podía menos de admirarme al observar que ni en aquel trance de prueba se alteraba la perfecta regularidad de su continente: su mirada era firme, serena y fría, como de ordinario; su color el mismo de siempre, y no había un músculo ni una señal en todo su cuerpo que delatara en su corazón un latido más de los normales; al revés de Pito Salces, que no cabía en su ropa, no por miedo seguramente, sino por el deleite brutal que para él tenían aquellos lances.

Vamos, señor cura, que no es precisamente entre el ruido donde más se divierte uno, y bien se quejaba usted de aquella bulla continua. Pero ¿quién se compara conmigo, señor conde? Yo soy un pobre cura que está más allá que acá. Yo no toco pito en ninguna parte más que en mi sacristía.