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Actualizado: 8 de mayo de 2025


Sentóse á su vera; reposó allí el calor un poco. Cuando le pareció conveniente se alzó, y después de sacar del bolsillo su enorme reloj de plata con estuche de concha, comenzó á descender con el mismo sosiego la vuelta de su casa. Era ya muy cerca del mediodía. El sol brillaba en lo alto enfilando el pico de la Peña-Mea.

Por detrás de estos cerros se alzan hasta las nubes las negras moles de la Peña-Mea á la derecha con su fantástica crestería de granito, de la Peña-Mayor á la izquierda, más blancas y más suaves aunque no menos enormes. Por el medio del grandioso anfiteatro corre el río.

No quisieron bajar á él, porque de la fidelidad de sus campeones estaban seguros. Prosiguieron su camino por las cumbres hacia Fresnedo, que se hallaba mucho más alto. El sol descendía ya un poco del cenit cuando llegaron á él. Estaba colgado más que plantado el caserío en las estribaciones de la gran Peña-Mea. Era también extendido, aunque no tanto como Villoria.

El tenue, blanco vapor, que los cubría se perdía en la claridad del aire. Un rayo de sol vivo, refulgente, hirió la cabeza de la Peña-Mea tiñéndola de color naranja. Una nubecilla arrebolada, nadando por el cielo azul, vino á besarla y después de darle largo y prolongado beso siguió más alegre su marcha. Los pámpanos de la parra, sacudidos por la brisa, azotaron suavemente el rostro de Demetria.

Que si Nolo te coge con un dedo te manda dando volteretas por encima de aquel monte que allí ves y se llama Peña-Mea. ¡Lo veremos! profirió el minero con voz ronca. , te veremos por el aire y te verán los paisanos del concejo de Aller cuando allá caigas replicó la traviesa zagala con la misma risa burlona. Joyana se acercó á su compañero y le habló unas palabras al oído.

Delante la gran Peña-Mea que parecía echárseles encima; detrás verdes praderas en declive, torrentes espumosos, gargantas estrechas, sombra, frescura, gratos olores, un silencio augusto y solemne que sólo interrumpían de vez en cuando las esquilas del ganado ó el lejano chirrido de alguna carreta. La brisa, cargada de aromas, templaba el rigor de los rayos solares.

Todo el mundo conocía aquella partida en el valle de Laviana. Antes dejaría el ganado de pacer sobre las verdes pradreras de Entralgo, antes las nubes de rodar sobre la cresta de la Peña-Mea que D. Prisco y D. Félix dejasen de ponerse el uno frente al otro con las cartas en la mano. No era, sin embargo, la avaricia lo que les empujaba, aunque ambos pecasen un poco por este lado.

No eran éstas de mármol desgraciadamente porque los recursos del hidalgo no lo consentían, pero estaban enjalbegadas primorosamente y de lejos producían el mismo efecto. Desde aquel templete abierto se disfrutaba una vista deleitosa. Un gran círculo de colinas y montañas. Desparramados sobre sus faldas multitud de caseríos. En lo más alto á la izquierda la gran Peña-Mea.

No quiero otras montañas que esas que me han visto nacer, la Peña-Mea, la Peña-Mayor, el pico de la Vara replicó el capitán extendiendo el brazo y apuntando á todos los puntos del horizonte. Pensando en ellas mi corazón se apretaba de angustia al comenzar las batallas, pensando en ellas maldecía de los teatros y los cafés cuando me hallaba de guarnición en Madrid.

Carta de Demetria. Llegó el invierno. La Peña-Mayor al norte la Peña-Mea al sur envolvieron su cabeza en toca de nubes para no dejarla ver si no tal cual día señalado. Y comenzó la lluvia suave, pertinaz y fertilizante que debía trasformar el valle en ameno vergel allá en la primavera. Ni una teja, ni una rama de árbol, ni una brizna de yerba sin su gotita de agua.

Palabra del Dia

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