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Actualizado: 4 de julio de 2025


Y los animalitos, gordos y redondos como un huevo, parecían tan contentos que á lo mejor daban un brinco, perdían el equilibrio, se caían y se quemaban; el dueño acudía á apagar tanto ardor, soplaba, soplaba, estinguía las llamas á fuerza de golpes y viéndolo destrozado se ponía á lo mejor á llorar.

Pues si quieren pasar por V..., adonde voy, tendrán compañía y menos polvo. Aceptaron la oferta. Tomaron la vereda que a aquel pueblo conducía, y Moreno y Sánchez, que no perdían la ocasión de enriquecer su cuaderno de notas con las observaciones antropológicas que podían recoger, le abrumaron instantáneamente a preguntas. El caminante les respondía de buen grado.

Lo mismo, poco más ó menos, le dijo el viejo Cardenal al maestro carpintero. Frasquito tenía una mona que no se lamía el infeliz. Con lo cual se le aplacó bastante á aquél su enojo, contentándose ya solamente con manifestar su profundo desprecio hacia los muchachos del día, que «en cuanto lo cataban perdían la cabeza».

Las gentes que perdían su dinero en el Casino guardaban un mal recuerdo; pero ¿dónde encontrar una ciudad más tranquila, plácida y limpia, con su temperatura primaveral en pleno invierno?... Todo el mundo pasa por aquí: mucho pillo, pero también se ven gentes ilustres y puede uno gozar de una sociedad distinguida.... Yo apenas juego, y por esto aprecio la hermosura del país.

»Esto todo era público y notorio en toda la ciudad, y todos hablaban dello; y más hablaron cuando supieron que Luscinda había faltado de casa de sus padres y de la ciudad, pues no la hallaron en toda ella, de que perdían el juicio sus padres y no sabían qué medio se tomar para hallarla.

Después de la cena se reunían todos en casa del padre, y mientras los cuatro hombres, sentados en tajuelas frente al fuego, departían gravemente sobre la faena del día siguiente, la madre y la hija, hilando un poco más allá, no perdían de vista á los niños que correteaban por la vasta cocina. Al cabo se rezaba el rosario.

Y todo aquello Luisa lo abandonaba sin pena, pensando sólo en los bosques, en los senderos cubiertos de nieve, en las montañas que se perdían de vista desde la aldea hasta Suiza y más lejos aún. ¡Ah! El maestro Juan Claudio tenía razón al exclamar: ¡Heimatshlos, heimatshlos! La golondrina no puede domesticarse; necesita el aire libre, el cielo inmenso, el movimiento incesante.

Incorporose el anciano estremecido y corrió bamboleándose débilmente hacia la puerta. Estaba abierta. Por ella llegaba el tumulto de una gran ciudad que despierta, y entre este tumulto las pisadas del hijo pródigo que se perdían a lo lejos, para siempre. El coche se deslizaba penosamente por la estrecha carretera, dando frecuentes sacudidas.

De aquí dicen que se originan mil desgracias en el mundo, y para que estos desatinos sean creidos de la gente, se vale el demonio de algunos sucesos naturales para que se confirmen aquellos miserables en su creencia. Poco ha que sucedió en la tierra de los Jurucarés, que deshaciéndose el cielo en copiosísimas lluvias se perdían los sembrados.

Habrían transigido con ir al cementerio del Père Lachaise por tratarse de un paseo; pero no era cosa de ir hasta Ville d'Avray, con lo cual perdían un día entero, y un día tiene en París gran valor. Por eso, conforme a las previsiones del doctor, sólo tres o cuatro amigos muy adictos, entre ellos Felipe de Auvray, ocuparon el tercer coche del duelo.

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