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No habiéndose familiarizado aún con los movimientos de rotación del ojo, apenas percibía las imágenes laterales. Podría decirse de él, como de muchos que nunca fueron ciegos de los ojos, que sólo veía lo que tenía delante. Primita dijo avanzando hacia ella . ¿Cómo no has ido a verme hoy?, yo vengo a buscarte. Tu papá me ha dicho que estás haciendo trajes para los pobres. Por eso te perdono.

Un grupo de arces plantados cerca del castillo enfrente de las ventanas de su habitación recibía un reflejo rojizo que todas las noches me indicaba la hora en que ella terminaba la vigilia. Con frecuencia era muy tarde. Una hora después de la media noche aun se percibía aquel resplandor. Me puse un calzado ligero y bajé la escalera a tientas.

Un ligero carmín lo coloreó; la sangre y la vida circulaban por sus venas... Y, entretanto, sentíase bañado por mis lágrimas, y percibía los latidos de mi corazón, que, a mi pesar, le ponían de manifiesto mi alarma y mi amor. »¡Angel del cielo! exclamó. ¡Eres quien me llama y quien busca mi alma!

Las dos beatas se alejaron en busca de otro confesonario menos concurrido. Realmente á ellas les agradaba poco el Padre Paulí á pesar de su fama. Siempre escuchaba con impaciencia, cuando á través de la rejilla percibía el olor agrio de las mantillas viejas. Mostraba prisa con aquellas intrusas que se mezclaban en su elegante rebaño.

Como un nimbo invisible le circundaba cierto hedor compuesto de vino barato y emanaciones de ropas trasudadas; Argensola lo percibía á través de la puerta de servicio: «El amigo Tchernoff que vuelve.» Y salía á la escalera interior para hablar con su vecino. Este defendió por mucho tiempo el acceso á su vivienda.

La avaricia es medrosa y suspicaz. Salabert era cada vez más avaro. Además, con los años, el pesimismo va penetrando en el espíritu del hombre. Acostumbrado a grandes resultados en sus especulaciones, nuestro banquero juzgaba deplorable el negocio en que no percibía pingües ganancias. Si por acaso no obtenía ninguna o había leve pérdida, creía el caso digno de ser lamentado largamente.

Era preciso á toda costa evitar el crimen que no tardaría en perpetrarse, si no se había perpetrado ya; pero ¿cómo? Quiso pensar en algún medio, mas no pudo. Las ideas le daban vueltas en la cabeza. No acertaba á sacar nada en limpio de su meditación ansiosa. Adivinaba la existencia de algún pensamiento salvador, pero estaba envuelto en tan tupidas gasas que no percibía de él absolutamente nada.

Adivinaba más que percibía los preparativos que la servidumbre estaba ejecutando en obsequio de aquella vil mujer que le había revelado toda la negrura y todo el dolor de la existencia: «Ahora bajan la lámpara del comedor... Ahora sacan la vajilla... Deben de estar haciendo la cama... Ha salido gente: será Rufino a buscar a la tienda alguna cosa... Parece que están hablando en el gabinete azul...»

Andresito percibía a medias esta escena, coreada por las risas de los parroquianos. La ingrata no reaparecía, y él estaba extenuado por el dolor y por un plantón de tantas horas. No le vendría mal sentarse, aunque fuese en el cafetín; pero no; ¡firme allí! aunque muriese de pie, como los antiguos romanos. Obscurecía.

La figura blanca le echó los brazos al cuello y acercando la boca á su oído le dijo con acento tembloroso, en el cual se percibía al mismo tiempo cierta ferocidad: Quiero... ¡quiero que te vengues de ese infame! Y acabando de decir estas palabras, volvió la cabeza hacia la puerta, y sus ojos hermosos, rasgados, centellearon de indignación. Un paquete de cartas.