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Actualizado: 1 de mayo de 2025
Era un individuo correctamente vestido de negro, de levita perfectamente abrochada y sombrero de copa, y llevaba bajo el brazo un bastón, cuya contera reluciente brillaba con los primeros rayos de luna que comenzaba a alzarse sobre el atrio de San Miguel. En el suelo y ante él, estaba un pequeño paquete y al lado el cajón de la basura, perteneciente a la casa en cuyo umbral se había detenido.
Vestía una especie de levita militar, abotonada hasta el cuello. Su tocado era una mala gorra con visera. Llevaba al hombro un palo grueso, del que pendía una cajita de caoba, cubierta de bayeta verde; un paquete de libros, atados con tiras de orillo, un pañuelo que contenía algunas piezas de ropa blanca, y una gran capa enrollada. Este ligero equipaje parecía muy superior a sus fuerzas.
Está preparado, maestro Juan Claudio. Después, volviéndose hacia la puerta de la cocina, gritó: ¡Gredel!... ¡Gredel! Trae el paquete de Hullin. Una mujercita apareció y dejó en la mesa un rollo de pieles de carnero. Juan Claudio metió el palo que llevaba en el tubo que aquéllas formaban y se lo puso al hombro. ¿Cómo? ¿Se va usted en seguida?
El segundo día de la movilización, la gente agolpada en las inmediaciones de la estación del Este las vió llegar vestidas de negro, con un traje sobrio y casi monacal, un pequeño sombrero semejante á una gorra, un bolsito de mano y un paquete con lo más indispensable para la vida: dos camisas, dos pares de medias.
Bajé a medio vestir, tal como estaba, a la sala del piso inferior, donde se encontraban nuestros regalos, bajo el árbol de Navidad. Tanteando en la obscuridad, busqué su plato, recogí los objetos que estaban al lado de éste, y por encima de todo coloqué el paquete de cartas. Cargada de esta manera, me acerqué a su puerta y toqué.
Bueno, ve a buscar un coche. Lo tengo abajo. Salgamos entonces. Volvió a coger el paquete Raimundo. Ambos dejaron aquel cuartito donde nunca más habían de reunirse. Montaron en coche y éste les condujo camino de las Ventas del Espíritu Santo. Era una tarde de primavera, nublada y fresca.
No pude ir hasta el rancho de los Ocotes para encontrar al mozo y me conformé con aguardarle en el corredor. Yo esperaba que papá, no estuviera presente, pero sí estuvo. ¡Qué miedo, Rorro! ¡Qué miedo!. El mozo que llega, y papá que sale. El recibió el paquete, lo abrió, tomó sus cartas y me dio las mías, sin decir palabra. Después no me preguntó nada.
Yo no podía creer que estuvieses enamorado, porque siempre has tenido buen gusto.... Porque en resumen, esa mujer no es más que un paquete de trapos.... Si vistes el palo de la escoba como ella, puede muy bien hacer sus veces.... Pero ya ves, Irene lo cree y tienes la obligación de evitarla esos disgustos.
¿Nada tenían que ver con este paquete de cartas y la cifra? le interrogué impacientemente. No sé, pues jamás he visto las cartas de que usted hace mención. Cuando llegó aquí una noche fría, estaba exhausto, muerto de hambre y completamente abatido. Le hice comer, le di una cama para que descansara y le dije todo lo que quería saber.
Este es mi testamento y aquí está el acta de mis últimas voluntades. El paquete no está cerrado, puede usted leerlo. ¡Efectivamente! Y leyó: «Este es mi testamento y el acta de mis últimas voluntades. »En la víspera de dejar voluntariamente una vida que el abandono del señor conde de Villanera me ha hecho odiosa...» ¡Desgraciada! dijo el doctor interrumpiendo la lectura. Es la verdad pura.
Palabra del Dia
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