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Vestía una especie de levita militar, abotonada hasta el cuello. Su tocado era una mala gorra con visera. Llevaba al hombro un palo grueso, del que pendía una cajita de caoba, cubierta de bayeta verde; un paquete de libros, atados con tiras de orillo, un pañuelo que contenía algunas piezas de ropa blanca, y una gran capa enrollada. Este ligero equipaje parecía muy superior a sus fuerzas.

Yo ostentaba una túnica de brocado azul obscuro abotonada a un lado, con el peto ricamente bordado de dragones y flores de oro, encima de una sobrevesta de seda de un tono azul más claro, corta, amplia y fofa; las calzas, de satén color de avellana, descubrían ricas babuchas amarillas, pespunteadas de perlas y un poco de la media sembrada de estrellitas obscuras, y a la cintura, en una linda faja recamada llevaba metido un abanico de bambú, de los que ostenta el retrato del filósofo La-o-Tsé, y son fabricados en Lwatón; y por esas misteriosas correlaciones con que el vestido influye en el carácter, yo sentía ya dentro de ideas e instintos chinescos; el amor a los ceremoniales meticulosos, el respeto burocrático a las fórmulas, un abyecto terror hacia el emperador, el odio a lo extranjero, el culto por los antepasados, el fanatismo de la tradición, el gusto por las cosas azucaradas.

Yo era hermoso, y , con esa palidez de Santo Cristo viejo y sin barniz, das grima. Mis ojos derramaban la alegría y la felicidad y los tuyos están mortecinos y sin brillo. ¿Cómo puedo creer que el hombre mejor vestido de Madrid sea este que aquí veo dentro de esta levitita abotonada hasta el cuello, con los ojales rotos y los bordes grasientos y con flecos? Vivir así es peor que cien muertes.