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Actualizado: 14 de junio de 2025
Hubiérase dicho que la contrariaba el interés que quienquiera que fuese le mostraba, excepto el de Oliverio que de todos los intereses que pudiera esperar era el más escaso. Antes hubiese aceptado el implacable desdén de este último que someterse a una conmiseración que la ofendía.
Era el que más le ofendía cada vez que intentaba darle buenos consejos. «Ustedes los periodistas, que son medio locos...» «Usted, que no hará nada en América porque es escritor...» Manzanares admiraba la brutalidad como la más grande de las facultades, y se hacía lenguas de un gobernante cuando amenazaba con perseguir a «la canalla popular».
El ministro comenzó a repartir apretones de manos de un modo tan distraído que ofendía. Únicamente cuando saludó a Pepa Frías dió señales de animación. Esta le preguntó en voz baja tuteándole: ¿Cómo vienes de frac? Voy a comer a la embajada francesa. ¿Vas luego a casa? Sí.
Además, en Carlos la idea de orden, de categoría, de subordinación, era esencial, fundamental, y Martín intentaba marchar por la vida sin cuidarse gran cosa de las clasificaciones y de las categorías sociales. Esta audacia ofendía profundamente a Carlos y hubiese querido humillarle para siempre, hacerle reconocer su inferioridad.
Si alguna vez los ofendía momentáneamente la rigidez de su trato, contentábanse luego con oír de boca de Bragas un panegírico, cuyo epílogo era siempre tazón de chocolate ó magra de gran calibre. Elías tenía treinta años cuando marchó á la Corte. No sabemos si él, al tomar esta determinación, soñó con adquirir la gloria que los astros, por boca de un sabio, habían anunciado.
La grave doña Mencía frunció el entrecejo al oír la narración de aquel lance; pero en la cara, en el acento y en las frases de Leonor reconoció su sinceridad y que no era culpada; la levantó del suelo en que estaba de hinojos y le aseguró que la defendería. Toda su cólera estalló con vehemencia contra el atrevido rapaz, que con tan liviano desacato ofendía su casa.
Bonis, sudando gotas como puños, frotaba, frotaba incansable, con una sonrisa poco menos que seráfica clavada en el apacible rostro: sus ojos, azules y claros, muy abiertos, sonreían también a dulces imágenes y a deleitosos recuerdos. En vano Emma refunfuñaba, se quejaba, le increpaba y con palabras crueles le ofendía; no la oía siquiera; cumplía su deber y andando.
Y menos le ofendía aún don Andrés, el cual sospecharía acaso que él había tenido, hacía más de un año, relaciones con la muchacha; pero en aquel momento le creía, según los informes que le daba doña Inés, decidido pretendiente y casi futuro esposo de la fresca viuda doña Agustina Solís y Montes de Allende el Agua. Don Paco se consideraba obligado a echar la absolución a Juanita y a don Andrés.
Cuanto no era lícito y puro en el pensamiento y en la palabra ofendía sus oídos de austera matrona; pero en un lugar hay que sufrir tales libertades o hay que aparentar que no se oyen. El propio don Alvaro no era nada mirado en el hablar, ni menos aún lo eran las personas que le rodeaban.
El médico era alto, fornido, de luenga barba blanca. Vestía con el arrogante lujo de ciertos personajes de provincia que quieren revelar en su porte su buena posición social. Era una hermosa figura que se defendía de los ultrajes del tiempo con buen éxito todavía. Don Robustiano era el médico de la nobleza desde muchos años atrás; pero si en política pasaba por reaccionario y se burlaba de los progresistas, en religión se le tenía por volteriano, o lo que él y otros vetustenses entendían por tal. Jamás había leído a Voltaire, pero le admiraba tanto como le aborrecía Glocester, el Arcediano, que no lo había leído tampoco. En punto a letras, las de su ciencia inclusive, don Robustiano no podía alzar el gallo a ningún mediquillo moderno de los que se morían de hambre en Vetusta. Había estudiado poco, pero había ganado mucho. Era un médico de mundo, un doctor de buen trato social. Años atrás, para él todo era flato; ahora todo era cuestión de nervios. Curaba con buenas palabras; por él nadie sabía que se iba a morir. Solía curar de balde a los amigos; pero si la enfermedad se agravaba, se inhibía, mandaba llamar a otro y no se ofendía. «
Palabra del Dia
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