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Actualizado: 3 de julio de 2025
El fusil colgaba de uno de sus hombros, las espaldas estaban abrumadas por la joroba de la mochila, las piernas rojas salían y se ocultaban entre las alas vueltas del capote azul, la pipa humeaba bajo la visera del kepis. Delante de uno de ellos caminaban cuatro niños, alineados por orden de estatura. Volvían la cabeza para admirar al padre, súbitamente engrandecido por los arreos militares.
El gigante sospechó que este universitario era la mujer amada de la que había hablado el proscrito en varios pasajes de su historia. Tal vez no se habían visto en muchos meses. El joven doctor acababa de adivinar indudablemente el rostro misterioso que ocultaban aquellos velos púdicos, y parecía conmovido por la primera sorpresa de su descubrimiento.
Sintiéronse dos o tres pesados revuelos de gordos faisanes y un barullo entre las ramas bajas y las hojas secas, al viento de ese escopetazo que agitó, despertó y atemorizó a todo bicho viviente en el bosque. Los musgaños se ocultaban en lo más hondo de sus agujeros. Un escarabajo, que salió del hueco del árbol que nos guarecía, movía sus ojos prominentes y estúpidos, yertos de terror.
Consideraba sus pies la parte más preciada de su persona, y al andar fijaba los ojos coquetamente en las dos manchas de oro pálido, de aguda punta, que aparecían y se ocultaban alternativamente bajo el borde de su falda.
Y, por otra parte, no puedo casarme llevando en el corazón una duda insultante contra la que va a ser mi mujer. Elena al Padre Jalavieux. Estoy todavía temblando de miedo, mi buen señor cura. Mi pobre padre ha estado muy enfermo durante dos días y dos noches, y yo he pasado terribles angustias. La gota iba subiendo y los médicos no ocultaban el peligro.
Gustábale oír desarrollar sus sistemas a los materialistas y librepensadores, y su silencio burlón hablaba elocuentemente, mientras observaba a su interlocutor juntando las cejas de tal modo que le ocultaban los ojos casi por completo. Y luego con la mayor tranquilidad, les replicaba: ¡Caramba! señor, ¿sabéis que os admiro? Habéis llegado casi a la perfecta humildad del Evangelio.
Unos a otros, con cara de hipócrita compunción, se ocultaban los buenos vetustenses el íntimo placer que les causaba aquel gran escándalo que era como una novela, algo que interrumpía la monotonía eterna de la ciudad triste.
Los remos se hundían y se levantaban rítmicamente; a veces los remeros daban una pasada para atrás, con el objeto de no avanzar, sin duda esquivando alguna roca. Olas como montes y nubes de espuma ocultaban, durante algún tiempo, a aquellos valientes. En la cubierta del barco encallado, dos hombres y una mujer accionaban y gritaban. El viento nos trajo sus voces.
Don Fermín, que iba a la sacristía, dio el rodeo de la nave del trasaltar flanqueada por otra crujía de capillas. Frente a cada una de estas, empotrados en la pared del ábside había haces de columnas entre los que se ocultaban sendos confesonarios, invisibles hasta el momento de colocarse enfrente de ellos. Allí comúnmente ataban y desataban culpas los beneficiados.
¡El café en el cenador! ordenó la Marquesa. La había encontrado en un armario de la alcoba de su hermana Emma. Allí iba a dormir Edelmira. Salieron todos a la huerta, que era grande, rodeada, como el parque de los Ozores, de árboles altos y de espesa copa, que ocultaban al vecindario gran parte del recinto. Don Víctor, Paco y Edelmira corrían por los senderos allá lejos entre los árboles.
Palabra del Dia
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