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Di al través en aquella isla; fuí preso y llevado donde estaban los vivos enterrados: sacáronme otro día para ser sacrificado; sucedió la tormenta del mar; desbaratáronse los leños que servían de barcas; salí al mar ancho en un pedazo dellas, con cadenas que me rodeaban el cuello y esposas que me ataban las manos; caí en las misericordiosas del príncipe Arnaldo, que está presente, por cuya orden entré en la isla para ser espía que investigase si estaba en ella mi hermana, no sabiendo que yo fuese hermano de Auristela, la cual otro día vino en traje de varón a ser sacrificada.

¡Agapito... Agapito... por Dios, no me las lleve!... ¡Agapito!... ¡señor escribano!... por Dios no me las lleve... por su madre... no me las lleve... ¡por Dios no me las lleve! Y deshecho en llanto, corría de uno a otro lado con las manos plegadas pidiéndoles misericordia. Los alguaciles ataban en silencio, con la cabeza baja, sin atreverse a mirarle.

Don Fermín, que iba a la sacristía, dio el rodeo de la nave del trasaltar flanqueada por otra crujía de capillas. Frente a cada una de estas, empotrados en la pared del ábside había haces de columnas entre los que se ocultaban sendos confesonarios, invisibles hasta el momento de colocarse enfrente de ellos. Allí comúnmente ataban y desataban culpas los beneficiados.

Al sentir la cuerda hizo el jefe pirata un esfuerzo supremo y rompió las ligaduras que ataban sus manos, derribó á uno de los arqueros que le guardaban y asiendo por la cintura con su único brazo sano al marinero que sujetaba la cuerda, lo levantó y se arrojó con él al mar. ¡Se ha escapado! gritó Simón, corriendo hacia el punto de la cubierta por donde había desaparecido Cabeza Negra.

Dos robustos y estupendos rufianes le tenían bien cogido entre sus enormes manazas fuertes como el hierro, y Teletusa y Tiburcio, sin dejar de reír, le ataban de pies y manos con suma destreza y valiéndose de lienzos retorcidos a falta de cuerdas que por allí no había. ¡Matadme o soltadme para que le mate! gritaba Pedro Carvallo.

Aquellos hombres le hacían preguntas á que no podía contestar. Después se acercaban á él cuatro sayones, le desnudaban, le ataban á la rueda de una máquina horrible, la movían, rechinaban los ejes, crujían sus huesos. El lanzaba gritos de dolor, es decir, ponía en ejercicio sus órganos vocales: pero el sonido no se oía.

El joven mayorazgo estaba vestido del modo siguiente: una ancha faja de seda color de amaranto le ceñía el cuerpo; sus calzones de ante se ataban bajo la rodilla, y sobre las medias de seda llevaba gruesas botas de cordobán con espuelas de plata.

Para algunos países americanos, esos años sombríos son hoy un mal sueño, una pesadilla que no volverá, porque ha desaparecido el estado enfermizo que la producía. ¿Qué extranjero podrá creer, al encontrarse en el seno de la culta Buenos Aires, en medio de la actividad febril del comercio y de todos los halagos del arte, que en 1820 los caudillos semibárbaros ataban sus potros en las rejas de la plaza de Mayo, o que en 1840 nuestras madres eran vilmente insultadas al salir de las iglesias?

Y ansí pasamos adelante por el mismo portal y llegamos a un mesón, a la puerta del cual había muchos cuernos en la pared, donde ataban los recueros sus bestias.

El viejo, la mujer y los chicos tenían sólo carácter de pobres, eran de esos tipos y figuras borrosas que el troquel de la miseria produce a millares. El hombre, ayudado por el viejo y por el chico, trazó con una cuerda un círculo en la tierra y en el centro plantó un palo grande, de cuya punta partían varias cuerdas que se ataban en estacas clavadas fuertemente en el suelo.