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Gallardo escuchaba complacido estas noticias, pero al mismo tiempo movía la cabeza con expresión de duda. ¡Cuándo volvería a verla!... ¿La vería alguna vez?... ¡Ay, aquella mujer caprichosa, que había huido sin motivo, a impulsos de su extraño carácter! Lo que debes hacer decía el apoderado es olvidarte del mujerío, para pensar un poco en los negocios.

Para no fatigar á los que me lean no seguiré extractando aquí el inmenso cúmulo de acusaciones que lanza contra los jesuítas el autor anónimo. Recomendaré, sin embargo, la lectura del capítulo El Mujerío, porque tiene muchísimo chiste.

Y mi amo, el señorito Luis, con toa su fachenda y el mujerío de pendones que se trae en derredor... ¡ tampoco! El más rico de Jerez soy yo, que se llevará al cortijo una morenucha fea, que está cieguecita porque a la pobre apenas se le ven los ojos, y que tiene el defecto de que al reírse se le jasen en la cara unos joyitos muy monos, como si estuviera picá de viruelas.

Eran las familias de los chicos del Hospicio. Las madres venían de los barrios más extremos de Madrid: lavanderas, traperas, viudas de trabajadores, mendigas, todo el mujerío abandonado y mísero, que procrea por distraer el hambre. Se trataban como amigas al verse allí todas las semanas.

El mujerío, la militar música y el cielo de Madrid, que es un cielo de encargo para festejos populares, concurrían a dar a la solemnidad su expresión característica.

Confieso a usted, Ojeda, que nunca me he sentido mejor, y por mi voluntad podía prolongarse este viaje hasta el fin del mundo. ¡Ojalá fuese el Goethe vagando por el Océano, como el «Holandés errante», siempre que no se agotasen sus repuestos de víveres y bebida!... ¿Qué falta aquí?... Mujerío elegante y hermoso que puede verse de cerca y le dirige a uno la palabra como a un amigo antiguo; buena mesa, fiestas, bailes y ausencia total de moneda.

Casi todas descendían hasta el puerto viejo, con un reguero de aguas sucias por mitad del arroyo que saltaba de piedra en piedra. Eran obscuras como tubos de telescopio, y al extremo de sus zanjas malolientes, ocupadas por el deforme mujerío, se abría un amplio desgarrón de luz y de azul.

Mosén Jòrdi, el cura párroco, era víctima de este mujerío desbordante, que amargaba su existencia con rivalidades y peleas. El hombre de Dios amaba la soledad tranquila del mar, y despachaba aprisa su misa para instalarse cuanto antes en un lugar favorable de la costa con sus cañas y sus redes. Nadie como él conocía el motivo de la irritabilidad femenil que revolucionaba al pueblo.

Y el viejo sacerdote, durante unas semanas, podía pescar en paz, sin tener que separar á tirones los racimos femeninos, que salían de la pelea con las greñas revueltas, los ojos amarillos de cólera y la cara chorreando sangre. Un interés común ponía milagrosamente de acuerdo á este mujerío cuando vivía solo.

Y cuando las pobrecitas llevaban bebidas no cuántas copas, mirándonos a todos con la superioridad que proporciona la escasez del artículo, y se debatían entre los señores aglomerados en torno de ellas, chillando y contrayéndose en el asiento como si por debajo de la mesa las cosquillease una tropa de ratas, entra el mayordomo, el oversteward, mirándolas fijamente, sin vernos a nosotros, como si no existiésemos; y bastaron unas cuantas palabras suyas en alemán para que saliesen cabizbajas y temerosas, lo mismo que unas niñas ante la reprimenda del maestro... Bien dicen que la sociedad del mujerío dulcifica la rudeza de los hombres.