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Actualizado: 8 de julio de 2025
Con placer me interno por los senderos menos frecuentados del bosque, donde los árboles conservan todavía tanta cantidad de hojas amarillentas que interceptan los pálidos rayos del sol, de las cuales también como lluvia constante tantas van cayendo, hojas muertas que pisamos, que nos dicen que todo está muerto, que todo muere, que todo morirá.
Apoyé la frente en los vidrios para refrescarla, siguiendo maquinalmente el movimiento de las hojas muertas que el viento levantaba y hacía revolotear hasta la ventana. Comenzaba ya a obscurecer, cuando oí de repente afuera, en el corredor, una voz de mujer que se lamentaba y daba gritos tan violentos, que la enferma, dormida, se estremeció dolorosamente. La cólera me subió a la cara.
Eran pastores de cabras el rebaño del pobre que realizaban el milagro de poder subsistir, ellos y sus animales, sobre una tierra estéril. Más adelante ya no encontró ninguna vivienda humana. La soledad absoluta, el silencio de las tierras muertas, la profundidad misteriosa de la carencia de toda vida, se abrieron ante sus pasos para cerrarse inmediatamente, absorbiéndolo.
Y fué su llanto de lágrimas de oro, de besos de quebranto, y de terror, después que vió a sus vírgenes completamente yertas, después que vió a sus islas completamente muertas, Y sobre todo, muerto para él, todo el amor. Mirad.
Vamos, reverendo, un milagro; éste es el momento dijo el filósofo que miraba dolorosamente su caballo tan ricamente cargado. Muchos tiros partieron de nuevo de la cima de la montaña, pero las balas caían muertas; porque los aduanares se aproximaban lentamente y estaban aún muy lejos, a causa de las vueltas que daba el sendero.
Poco faltaba para la puesta de sol cuando bajé de la diligencia; entre las ruedas, las hojas muertas revoloteaban en pequeñas trombas. Mi corazón latía con violencia. Miré en torno mío. Creía ver adelantarse a mi encuentro la gigantesca silueta de Roberto, pero no había allí más que algunos papanatas que me miraron con los ojos muy abiertos, extrañados de esa aparición desconocida.
Ferpierre tomó el diario, lo abrió en la página en que había encontrado las flores y lo pasó al joven. «El gozo no tiene tanta virtud para hacer olvidar el dolor, como un nuevo dolor. La noche del 12 de agosto.» Roberto Vérod contemplaba las flores muertas, y releía con los ojos enjutos aquel mortal pensamiento. Ya no podía llorar.
Era una bella cabeza, más por la expresión y carácter que por la misma regularidad de facciones. El negror de la barba realzaba su interesante palidez, y su abatimiento la asemejaba a las cabezas muertas del Bautista, tan valientes en su claro obscuro, que creó nuestra trágica escuela nacional de pintura.
Pensamos en esa figura noble y artística como un retrato antiguo, superviviente de todos sus contemporáneos, haciendo sus apacibles paseatas por las calles muertas de Segovia, la vieja, viviendo una vida arcaica y cristalizada entre los muros grises de las rancias mansiones infanzonas, con escudos de piedra y los palacios grises eternamente cerrados.
Pero no guardó el envoltorio en donde estaba, sino que lo puso sobre la chimenea. Este detalle avivó las muertas esperanzas de Rosalía. «Porque mire usted agregó la otra estirándose en el sillón, como si fuera una cama, y tocando casi con sus pies las rodillas de la dama ; aquí donde me ve, estoy arruinada.
Palabra del Dia
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