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El árbol, al ser movido, dejó caer algunas gotas de agua sobre las mejillas de la señora, que hizo una mueca graciosa. El árbol la bendice á usted dijo Octavio mirando extasiado cómo corría el agua por las mejillas de la dama. Hubiera pasado sin su bendición perfectamente contestó ella riendo. Y al mismo tiempo hundió su lindo rostro en el cáliz de la flor para aspirar la fragancia.

La vieja condesa era una mujer de la misma madera que su hijo, alta, seca, huesuda, modelada como una tabla, plantada majestuosamente sobre dos grandes pies, morena hasta dar miedo a los niños, con una mueca aristocrática que parecía una sonrisa, y el pelo gris partido. Escuchó el relató de don Diego con la condescendencia rígida y desdeñosa de otras épocas para las pequeñeces de hoy.

La hermosa, que tenía los ojos clavados en el vacío, volvió la cabeza hacia su adorador, le miró unos instantes con expresión vaga, distraída, como si no le viese. Levantose de pronto y se alejó sin decir palabra para sentarse enfrente. El indiano quedó con la misma sonrisa estereotipada en el rostro; la mueca petrificada de un sátiro.

D. César hizo un signo imperativo á Regalado para que se acercase. ¿Qué noticias hay de los señores? le preguntó. Regalado, que estaba alegrísimo y tenía en el cuerpo una razonable cantidad de sidra, quiso poner la cara triste de repente; pero no resultó más que una mueca odiosa, inadmisible, que no podía convencer á nadie. Muy malas, D. César, muy malas.

Durante el prólogo, sus sonrisas eran un estímulo; después, una mueca de doloroso hastío. ¿Araceli? ¡Pobre muchacha! Tez de rosa enfermiza, piel dorada con reflejos de ámbar. Cuando se destrenzaba el pelo, dejándolo caer suelto hebra a hebra en torno del cuerpo, envolviéndose en un manto de oro luminoso, parecía la diosa del pudor. ¿Por qué estaría siempre triste?

Nieves respondió Pablo sin vacilar, y en el mismo tono de falsete. Lo sabía, y te aplaudo el gusto dijo riendo Gonzalo. ¡Qué cutis de raso!... ¡Qué dentadura! ¡Y qué andares! Pasi-corta, ¿sabes? Ambos miraban a la bordadora. Esta levantó la cabeza, y comprendiendo que se trataba de ella, les hizo una mueca con la lengua.

Pero D. Peregrín, por ventura notando la imposibilidad de dar un paso, o sofocado por la cólera, que se le había ido aumentando poco a poco, respondió con una mueca de ira y desdén que sobrecogió a su infeliz hermano y le quitó por completo las ganas de insistir. ¿Qué es eso? preguntó D. Martín de las Casas, que estaba sentado a su lado. ¿No quiere venir D. Peregrín?

Y Carmen sonreía con una mueca dolorosa. Setenta y dos tardes de angustias, como un reo de muerte en la capilla, deseando la llegada del telegrama al anochecer y temiéndola al mismo tiempo. Setenta y dos días de terror, de vagorosas supersticiones, pensando que una palabra olvidada en una oración podría influir en la suerte del ausente.

Hizo una mueca de desprecio y añadió: ¿Pretende usted que vaya á rogar á esos dos señores que no arriesguen sus preciosas vidas, para que después cada uno de ellos me exija algo á cambio de su obediencia?... Además, si intervengo en ese asunto, los dos van á creer, cada uno por su parte, que me inspiran gran interés, y ninguno de los dos me importa nada... Si se tratase de otro hombre, tal vez accedería á su ruego.

Chichí, en plena audacia sacrílega, escandalizó á sus primas declarando que no podía sufrir á los oficialitos de talle encorsetado y monóculo inconmovible, que se inclinaban ante las jóvenes con una rigidez automática, uniendo á sus galanterías una mueca de superioridad. Julio, bajo la dirección de sus primos, se sumió en el ambiente virtuoso de Berlín.