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Alternaba con los verdaderos toreros; podía pagar copas a los viejos peones que hacían memoria de las hazañas de los maestros famosos. Dábase por seguro que ciertos protectores trabajaban en favor de este «niño», esperando ocasión propicia para hacerle debutar en una novillada en la plaza de Sevilla. El Zapaterín era ya matador.

Al mes siguiente, este doctorado tauromáquico era refrendado en la plaza de Madrid, donde otro maestro no menos célebre volvió a darle la alternativa en una corrida de toros de Miura. Ya no era novillero; era matador, y su nombre figuraba al lado de viejos espadas a los que había admirado como dioses inabordables cuando iba por los pueblecillos tomando parte en las capeas.

9 Hijo de hombre, profetiza, y di: Así dijo el Señor DIOS: Di: El cuchillo, el cuchillo está afilado, y aun acicalado; 11 Y lo dio a acicalar para tenerlo en la mano; el cuchillo está afilado, y está acicalado, para entregarlo en mano del matador. 12 Clama y aúlla, oh hijo de hombre; porque éste será sobre mi pueblo, será él sobre todos los príncipes de Israel.

Era una oreja del toro, que enviaba el matador como testimonio de su brindis. Al terminar la fiesta se había esparcido ya por la ciudad la noticia del gran éxito de Gallardo. Cuando el espada llegó a su casa le esperaban los vecinos frente a la puerta, aplaudiéndole como si realmente hubiesen presenciado la corrida.

La menor duda sobre los méritos de éste poníale rojo de cólera, acabando por convertir la disputa taurina en cuestión personal. Contaba como gloriosa acción de guerra haber andado a bastonazos en un café con dos malos aficionados que censuraban a «su matador» por ser demasiado guapo.

El era el primer matador del mundo, ¡olé! Así lo afirmaban su apoderado y los amigos, y así era la verdad. Ya verían los adversarios cosa buena cuando él volviese a la plaza. Lo del otro día era un simple descuido: la mala suerte, que le había jugado una de las suyas.

A pesar del respeto que todo banderillero debe guardar a su matador, el Nacional había osado hablar un día a Gallardo con ruda franqueza, amparándose en sus años y en la antigua amistad. ¡Ojo, Juaniyo, que en Seviya se sabe too!

Pero él lo espera a pie firme, con la espada entre los dientes; le agarra uno de los cuernos y salta ágilmente por encima de él. ¡Bravo, mi digno matador, bravo! recoge la flor de almendro que tu amada te ha echado mientras juntaba las manos para aplaudirte. ¡Pero he aquí que el toro se revuelve! ¡Virgen del Carmen! ¡mala señal!

Eran gentes tostadas por el sol, de agrio hedor sudoroso, la blusa sucia y el ancho sombrero con los bordes deshilachados. Unos eran trabajadores del campo que iban de camino, y al pasar por Sevilla creían natural impetrar el socorro del famoso matador, al que llamaban señor Juan. Otros vivían en la ciudad, y tuteaban al torero, llamándole Juaniyo.

No pensaba, no quería pensar nunca más en la hija de Don Alonso a quien él creía haber dado muerte la noche antes. Pero la conciencia le venía repitiendo que si se llegaba a descubrir el cuerpo de Gonzalo San Vicente la justicia caería, de fijo, sobre Pedro, creyéndole el matador de su hermano y de Beatriz. Un inocente sería condenado en su lugar.