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Actualizado: 24 de junio de 2025


Sólo cuando a doña Martina su madre le venía en mientes sacarlo a paseo o llevarlo a misa o de visita a alguna casa se le podía ver; mas para esto era necesario que aquella señora le condujese al piso segundo y se encerrase con él en un cuarto que pudiera llamarse de las abluciones; al cabo de media hora después de haber sufrido una razonable cantidad de repelones, estirones de orejas y bofetadas, que doña Martina creía indispensable asociar siempre a su tarea, salía el buen Enrique lloroso y suspirando, pero más limpio que una patena.

Preocupábale la indumentaria muy más de la cuenta, al decir de su mamá, que le miraba por esto con alguna ojeriza: no había sastre que le hiciese bien la ropa, ni planchadora que le diese gusto; con tal motivo, siempre que estrenaba un traje o unas botas o se ponía camisa limpia, armaba un jollín que se oía en toda la casa; verdad que estos eran los únicos momentos en que daba cuenta de y mostraba algún arranque, porque todo lo demás de este mundo parecía tenerle sin cuidado; pero de todos modos, era un posma que molestaba mucho; y lo que decía doña Martina con muchísima razón: Si este niño es tan impertinente ahora para la ropa, ¡qué hará cuando tenga veinte años!

Un mes ha empleado Nieves para bordar dos escudos a la chica de doña Rosario... Y más pesada que ella todavía es Martina... Nieves borda muy bien. No, como bordar no hay en la villa quien le ponga el pie delante a Martina... Tiene manos de oro. A me gustan más los bordados de Nieves.

Envía esos niños a la cama ordenó D. Bernardo. Ahora, ahora; en cuando lleven a Miguel a su casa repuso la señora. Estoy esperando que el criado concluya de comer. El puerto de la Habana dijo Romillo poniendo el estereoscopio delante al coronel. Su país de V. dijo Eulalia a Valle, con un amago de sonrisa. ¿Tiene V. deseos de ver su tierra? preguntó doña Martina.

El Señor la cure de ese amor, indigno de Vd. La misericordia de Dios es inagotable. Paz, con el alma acibarada por el despecho, y doña Martina, confusa y asombrada, llegaron a San Isidro, subiendo al coche sin entrar en la iglesia. Es hermosa dijo maquinalmente Paz, a quien hostigaba el pensamiento la belleza de Engracia. , pero ordinaria. A papá, ni una palabra, ¿estamos?

¡Hermoso país! exclamó D. Facundo, que después de los niños, y acaso antes, era el que con más afán ponía los ojos en los cristales. Hombre, qué ganas tengo yo de hacer un viaje por Italia. Pues a ello. ¡Si no se gastase tanto! Pero, hombre de Dios, ¿para quién quiere usted ese gatazo que tiene en casa? ¿No es mejor que se divierta por cuenta de los herederos? dijo doña Martina.

Cada vez que le traían a D. Bernardo la noticia de una nueva calaverada, de un nuevo suspenso, se ponía a las puertas de la muerte, dejaba de comer, de hablar, de fumar, y se pasaba dos o tres días dando paseos por el corredor y lanzando de vez en cuando unos ayes sofocados, que traspasaban el corazón de su fiel esposa doña Martina. «Distráete, hombre; no pienses más en ello: vas a enfermar, y primero eres que él... Además, no todos los chicos han de ser modelos como Carlitos y Vicente...» D. Bernardo no hacía caso de estas justas observaciones, y sólo salía de su voluntario ostracismo cuando algún grave que hacer venía dichosamente a embargar su atención.

Sin embargo, doña Martina, que estaba realmente enojada, al cabo de pocos minutos llamó al ayo de los niños para que subiera a acostarlos, y ordenó al lacayo que condujese a Miguel a su casa. El chico se despidió, todavía confuso, de la tertulia, y dejó la casa de su tío, situada en la calle del Prado, y se fue paso entre paso con el lacayo hasta la suya, que estaba en la del Arenal.

Y sin hacer caso del ruego del lacayo, luego que éste se fue, salió del salón, y subiendo la escalera interior, se fue derecho al cuarto de su primo Enrique. Era la única persona con quien simpatizaba en la casa, si se exceptúa también su tía Martina, a quien siempre había profesado sincero cariño.

¡No lo , Hojeda, no lo !... Señores, aguardemos, ya que doña Martina no quiere decirlo manifestó Romillo. D. Bernardo no puede tardar mucho. Tardó, sin embargo, más de lo que contaban; un buen cuarto de hora lo menos. Al fin se oyó en el pasillo algo como repiqueteo de armas y espuelas, y apareció en la puerta el Sr. de Rivera vestido de máscara. Gran asombro en todos los circunstantes.

Palabra del Dia

rigoleto

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