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Actualizado: 24 de junio de 2025


Ocupó un puesto a su derecha; sentáronse Vicente, Carlos y Miguel en las sillas que doña Martina les fue designando, mientras Hojeda aguardaba en pie a que todos estuviesen colocados para acomodarse. Faltaba Eulalia. ¿Dónde está Eulalia? preguntó su madre. El criado manifestó que la había visto hacía un instante subir a su cuarto.

Sígame Vd. y calle: si quiere hacerlo por buenas, se lo agradeceré; si no... después hablaremos, o podrá usted resolver lo que guste. Doña Martina comprendió que convenía ceder. Si se oponía obstinadamente al capricho de Paz, nada lograría en aquel momento; y si luego contaba lo sucedido a su padre, de fijo, enemistada ya con la señorita, ésta la haría saltar pronto de la casa.

Enrique y Miguel se miraron y sonrieron como cazurros; pero estaban un poco pálidos. A ver dijo doña Martina al criado, suba usted al cuarto de la señorita y dígale que ya estamos a la mesa. No hubo necesidad. En aquel momento apareció Eulalia, toda sofocada, con los ojos llorosos y una jofaina entre las manos. ¿Qué es eso? preguntó doña Martina con sorpresa.

A comer, a comer dijo doña Martina. Y en el mismo instante un criado apareció con la humeante sopera entre las manos. D. Bernardo se levantó para ofrecer el asiento al coronel Bembo; pero éste, conociendo las costumbres de la casa, se guardó muy bien de aceptarlo; si el anfitrión hubiera cambiado de sitio, quizá no le sentase tan bien la comida.

El Gran Arquitecto, que tenía mucho puntillo y no estaba avezado a sufrir injurias tan manifiestas, le alumbró por toda contestación una soberana morrada en las narices. Pero Enrique, que conocía a dónde llegaban las fuerzas de su erudito hermano, sin proferir una queja, se arrojó sobre él como un león, y le hubiera despedazado a no intervenir muy oportunamente en la contienda doña Martina.

Vicente consiguió también ejercer poderosa influencia en ella, particularmente en lo que tocaba al orden y la etiqueta: los criados considerábanle como su jefe inmediato, y hacia él volvían los ojos siempre que iba a hacerse algo que no fuese la rutina de todos los días. Doña Martina a cada instante le preguntaba: Vicente, ¿dónde colocamos a Romillo?

Doña Martina, el coronel, Romillo y Hojeda, formaban el núcleo de la tertulia, departiendo alegremente en torno de la mesa, mientras el señor de Rivera se mantenía un poco alejado de ellos con un periódico en la mano.

Y la toalla ¡mira cómo la han dejado!... Y exhibió a los circunstantes con una mano la toalla donde estaban señalados como carbón los dedazos asquerosos de su primo y hermano, y con la otra la jofaina, conteniendo un licor negro y espeso, que al moverse la dejaba teñida. ¿Pero quién ha hecho eso? preguntó doña Martina. Enrique y Miguel.

¡Y qué calladito se lo tenía! dijo Valle. Yo lo sabía ya hace días, pero no me atrevía a publicarlo, comprendiendo que D. Bernardo se estaba haciendo el uniforme para dar una sorpresa a sus amigos, como así resultó repuso Juanito Romillo, a quien molestaba muchísimo el ignorar cualquier noticia. Está muy bien, ¿no es verdad? preguntó doña Martina, llena de cándido orgullo.

De aquí salieron las siete vacas gordas y las siete flacas que vio José en sueños, ¿no es verdad? preguntó doña Martina mientras miraba con atención por los cristales. Justamente contestó Hojeda, las que simbolizaban los años de abundancia y de miseria. ¿No anda por ahí el palacio de Faraón, Martinita? No señor, no le veo; lo que hay son unos animales muy feos, así como serpientes grandes...

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