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Conocía bastante de vista y de oídas a la mayor parte de las personas que ocupaban los aristocráticos trenes que cruzaban lentamente guardando fila, pero no trataba a ninguna: el barón de Aguilar con su señora, la marquesa viuda de Istúriz con su hija, después los señores de Pérez Blanco, en seguida el embajador inglés, luego la señora de Manzanillo con sus tres hijas, unas señoras que no conocía, un consejero de Estado próximo a ser ministro, el banquero Mendiburu con su señora y hermana, la generala Bembo:... a ésta la conocía.

Era Lucía Población, aquella rubia tan espiritual, amiga de su madrastra, que había casado mientras él estuvo en el colegio con el coronel Bembo, ascendido hacía poco a general. D. Pablo estaba en Filipinas en un cargo importante; decíase que había ido allá a reponer su fortuna, quebrantada por las prodigalidades de su esposa.

Y así, en vez de diluvio, había enviado en su tiempo una enfermedad contagiosa que hacía grandes estragos y sobre la cual escribió Fracastoro un elegante poema latino dedicado al cardenal Bembo.

Lo que Cárlos VII y los Husitas no habian logrado, aquel con su pragmática y estos con sus largas y terribles campañas, se hubiera de seguro conseguido en el siglo XVI aun sin el auxilio de otros príncipes y de otros reformadores, solo por efecto del movimiento intelectual que con su idolatría hácia la clásica antigüedad habian inaugurado el Dante, Petrarca y Bocaccio. ¿Qué mayor golpe podia sufrir el antiguo y venerando edificio de la severa civilizacion cristiana en todas sus faces, que la admiracion tributada por los genios mas eminentes á todas las creaciones de la antigüedad pagana? ¿Y sabian por ventura qué brecha abrian en la fortaleza de la autoridad espiritual desechando las costumbres groseras, las ideas humildes, las formas semi-bárbaras de su tiempo, aquellos libres pensadores del siglo de Leon X, eclesiásticos, prelados, jurisconsultos y literatos, que como el licencioso Berni, el sibarita Bembo, el escéptico Sadoleto, y tantos otros, se entregaban con orgullo á los placeres de una vida materialista, elegante y licenciosa?

El uno era un gigante, sin pecar de exagerados al decirlo; en todo Madrid no se hallarían seguramente dos hombres que le aventajasen en estatura. Llamábase D. Pablo Bembo, pero nadie le conocía sino por el coronel Bembo, porque lo era, hacía ya bastantes años, de caballería.

Lucía, que la noche anterior le había esperado en vano, se condolió extremadamente de su percance, aunque no pudo menos de reír al oírselo contar. Desde entonces se vieron todos los días a la hora que a Miguel le placía visitar el hotel de D. Pablo Bembo.

Lucía se apeó delante de su casa y entró; Miguel siguió en el carruaje y lo despidió en la primer esquina: allí aguardó a que la generala entreabriese el balcón de su gabinete para entrar también. Mucha prisa necesitaba darse el general Bembo a recoger lo que por tantos agujeros se le escapaba a su media naranja.

Bien puede ponerse en duda que haya habido jamás clase media bastante ilustrada para competir en tino, al proteger la poesía y las demás letras humanas, con Pericles, Augusto, Mecenas, Bembo, Leon Décimo, Lorenzo el Magnífico, Luis XIV de Francia y el Duque de Weimar.

La niña de Pasajes contestó con otra; se cambiaron después los retratos; por último, al cabo de dos meses, ya se escribían directamente. Por este tiempo el hijo del brigadier había cortado enteramente sus relaciones con la generala Bembo.

Lo primero que hizo al día siguiente por la mañana fue escribir a Lucía. «Estoy aquí desde ayer por la tarde. Dime cómo he de arreglarme para verteSalió de casa y fue en busca de Úrsula la batelera. Así que dio con ella le preguntó. ¿Conoces a la señora del general Bembo? ¡Vaya! Pues vas a llevarle esta carta ahora mismo. Aguarda contestación y vente en seguida. En el muelle te espero.