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En un principio habían sonreído y hasta habían dejado escapar de sus labios alguna palabra galante; pero muy pronto cesaron las galanterías y se apagó la sonrisa. Todos concluyeron por brincar graves y silenciosos, como si una mano invisible descargase latigazos sobre ellos para que lo hiciesen. Marta cerraba de vez en cuando los ojos, y de esta suerte evitaba el mareo que empezaba a acometerle.

¡Libertad, comodidades, buena ropa, baño, casa, lujo, dinero!... Así como a D. José le entraba el mareo con lo que el lector sabe, a Isidora le atacaba el mismo mal con sólo la probabilidad de hacer efectivas las ideas expresadas por aquellos mágicos vocablos. Cada ser tiene sus imanes. ¡Oh pena de las penas!

Al cerrar los ojos sintió que su lecho, siempre inmóvil, también se sublevaba bajando y subiendo. Poco después se creía en el Océano, encerrado en un camarote, víctima del mareo y corriendo borrasca. Se levantó a las doce y no quiso hablar con su mujer y sus hijas de la cena, de la dichosa cena.

Al oprimir aquel cuerpo sin fuerzas, sentía en su pecho el contacto de elásticas prominencias. Mariquita dejaba caer la cabeza en su hombro, como si no quisiera ver, abrumada por el mareo. Sólo una vez se irguió para mirar a Luis, brillándole en los ojos una lejana chispa de rebelión y protesta. Suéltame, Rafaé: esto no está bien. Dupont rompió a reír.

Es que ya voy teniendo mucha experiencia, no te creas, y de aquí en adelante ya lo que tengo que hacer. Gracias á Dios que encontré lo definitivo: aquí, aquí hasta que me muera. ¡Qué placer, y qué embriaguez, y qué mareo tan deliciosos! ¡Sublime es esto, y cuan desgraciados los que no lo conocen

Porque ella no quiso... Hoy, sin su permiso, vengo a buscarle a usted para que le quite de la cabeza... ¿Qué le he de quitar, hombre? Una idea dijo Relimpio, cuando ambos andaban aprisa por la calle. ¿Y cree usted que yo soy quitador de ideas?... Vamos a ver: ¿usted está en su sano juicio, o se ha mareado hoy? No, Sr. D. Augusto; hace tiempo que no me mareo. Ella no me deja.

Henos en Calais; aquel mar infame, que en 1870, en una larga travesía entre Dover y Ostende, me hizo conocer por primera y última vez el mareo, parece un lago de la Suiza. Piloteo a mis amigos del tren, atravesamos el canal en hora y tres cuartos, sobre un soberbio vapor, y tomamos de nuevo el tren en Dover.

Sintió escalofríos y ondas de mareo que subían al cerebro; se apoyó en el frío estuco, y cayó sin sentido sobre la colcha de damasco rojo. A pesar de la prohibición de don Víctor, vino el retroceso, recayó la enferma, y se volvió a los sustos, a los apuros, a las noches en vela; el médico volvió a ser un oráculo, los pormenores de alcoba negocios arduos, el reloj un dictador lacónico.

No logró la dama, con este anuncio de un reparador banquete, sujetar la imaginación y la voluntad de Frasquito, que desde que tomó el dinero se sentía devorado por un ansia loca de salir a la calle, de correr, de volar, pues alas creyó que le nacían. «Yo, señora, tengo que hacer esta tarde... Me es imprescindible salir... Además, necesito que me un poco el aire... Siento así como un poco de mareo.

El discurso iba acompañado de alusiones al mareo de los viajeros, al tributo que sus estómagos trastornados rendían al inmenso azul, para mejor alimento de los peces; y cada chiste que el marinero disfrazado iba soltando, como una lección aprendida de memoria, lo saludaba el público con carcajadas iguales a las de una escuela en libertad.