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Al ver la maniobra de nuestro buque, pude observar que gran parte de la tripulación no tenía toda aquella desenvoltura propia de los marineros, familiarizados como Marcial con la guerra y con la tempestad. Entre los soldados vi algunos que sentían el malestar del mareo, y se agarraban a los obenques para no caer.

Pues y los doscientos cincuenta mil que murieron en la guerra de la Independencia, en la del 23 y en la de los agraviados, ¿qué dirían a esto? ¡Justicia divina! si la mente de Fernando VII se poblaba con estas cifras en aquel tristísimo fin de su reinado y de su vida, ¡qué horrible mareo para hacer juego con la gota! ¡Qué insoportable peso el de aquella corona carcomida!

Bien se ve que tenemos buen tiempo... Los buques son como los muebles viejos, que, después de una sacudida, sueltan, al quedar inmóviles, un rosario de bichos cuya existencia nadie sospechaba. ¡Qué de caras desconocidas!... Han estado ocultos como cucarachas en el agujero de sus camarotes, aguantando el mareo, y hoy es la primera vez que suben al comedor.

Al entrar en su casa, pidió más , y mientras Tom se lo servía, le dijo en español: «Mañana nos vamos. Haz el equipaje. Avisarás a Estupiñá... Que me haga el favor de venir, para que me traiga de las tiendas algunas cosillas. No puede uno ir de España a Inglaterra sin llevar a los amigos alguna chuchería que tenga color local». Luego siguió hablando consigo mismo: «Es un mareo.

Pero apenas se habían reclinado, el mareo, comprimido por la inmovilidad, estalló de repente, y en un instante almohada, cobertor y sobretodo quedaron infestados y perdidos. El español miró entonces al alemán, en cuya fisonomía sólo vio una sonrisa de benévola satisfacción, que parecía decir: ¡gracias a Dios, ya están aliviados!

Habiendo notado que por momentos se cubría de palidez el rostro de la más joven, no pude menos de interrogarla; su hermana se fijó un ella y repitió mi pregunta, con las circunstancias de hacerla más familiar y concluirla con un nombre. ¿Qué tienes, Enriqueta? Nada, replicó la interrogada, sin duda un poco de mareo.

Hacía muy poco que se había graduado de Doctor en Jurisprudencia, y había enviado a su padre la tesis doctoral. El padre leyó con suma atención las cuatro o cinco primeras páginas, pero no entendió palabra, se mareó y dejó la lectura.

En aquella época, Yurrumendi era nuestro modelo; solíamos andar, como él, balanceándonos con las piernas dobladas y los puños cerrados, y fumábamos en pipa, aunque yo, por mi parte, a los dos chupadas no podía con el mareo. Cuando nuestro amigo, el viejo lobo de mar, estaba más alegre que de ordinario, contaba cuentos.

¡Qué gente aquella tan feliz! ¡Qué envidiable cosa aquel ir y venir en carruaje, viéndose, saludándose y comentándose! Era una gran recepción dentro de una sala de árboles, o un rigodón sobre ruedas. ¡Qué bonito mareo el que producían las dos filas encontradas, y el cruzamiento de perfiles marchando en dirección distinta!

Enfrente está Moro, ideal inaccesible de todas las niñas casaderas, cuya cabeza infatigable soporta fácilmente doce horas de tresillo sin mareo ni turbación alguna. De todas las instituciones creadas por los hombres, la más firme, la más respetable es ésta; el tresillo. Por su inquebrantable solidez puede compararse muy bien a las leyes inmutables de la naturaleza.