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Actualizado: 17 de junio de 2025
Es inútil advirtió el Marqués . Bautista tiene fuerza pero no alcanza; es de mi estatura... no hay más remedio que buscar otra escalera.... No la hay en el jardín... Sabe Dios dónde parecerá... ¡Por Dios! ¡por Dios!... que ya me mareo, que me caigo de miedo. Entonces don Álvaro, a quien Ana había dirigido una mirada animadora y suplicante, se decidió.
El interior del buque presentaba el triste espectáculo del principio de un viaje marítimo. Los pasajeros amontonados luchaban con las fatigas del mareo. Veíanse mujeres en extrañas actitudes, desordenados los cabellos, ajados los camisolines, chafados los sombreros.
Quise levantarme, y sentí que la fuerza me faltaba, que la sangre se helaba en mis venas y arterias, que un horrible zumbido me hacia perder la vista, el oido y la conciencia de mi ser; en fin, que un vértigo se apoderaba de toda mi organización. Era el mareo, ese cólera de los mares que no perdona á ningún viajero y vence aún á los mas vigorosos temperamentos!
También él tuvo un momento la sensación fría del terror. La locura pasó por su imaginación como un mareo. «¡Si se le volviera loca!». Una ola de púrpura inundó el rostro del clérigo.
Visité, en su orden clásico, París, la banal Suiza, Londres y los lagos taciturnos de Escocia; levanté mi tienda delante de las murallas exangélicas de Jerusalén; y desde Alejandría a Tebas recorrí ese largo Egipto monumental y triste como el corredor de un mausoleo. Conocí el mareo de los buques, la monotonía de las ruinas, las desilusiones del «boulevard»; y mi mal interior iba creciendo.
Los bellos paisajes, los ingratos eriales, los montes gigantescos, las llanuras cuyo confin se une con el cielo, todo desfila á mis ojos con una rapidez admirable: me canso de ir por tierra, y sin mas ni mas me planto en la cubierta de un barco en alta mar, y veo las olas agitadas, y oigo su mugido, y cual azotan los costados de la embarcacion, y la voz del piloto que da sus órdenes; veo las maniobras de los marineros, recorro las cámaras, hablo con los viajeros, todo sin sentir mal olor, sin padecer las ansias del mareo, ni presenciar las de otros.
Abrían las cajas para sacar camisas blancas y vestidos nuevos; limpiábanse de los menudos compañeros de viaje repugnantes y molestos, que volvían a refugiarse en las rendijas de las naos; se ceñían la espada. En cuanto a las pobres damas, macilentas por el mareo y las privaciones, transfigurábanse al llegar a las nuevas tierras.
Estaban ebrias, no del escaso mosto, sino del vaivén y mareo de la romería, de los colores chillones, de los sonidos discordantes: sólo la sordo-muda permanecía indiferente, con su límpida mirada infantil. La casualidad proporcionó a las briosas mozas un desahogo que tuvo mucho de cómico y pudo tener algo de dramático.
Y es fama que cuando éste se acercó á él le dijo en voz baja: «Monsieur, tienen ustedes razón: hay que extraer la riqueza que se halla oculta en este valle. Yo no la necesito ya, pero pronto he de tener nietos y quiero dejarlos bien acomodados. Cuenten ustedes con mi dinero para cualquier empresa lucrativa». Por supuesto que nadie tomó en serio tales palabras y las achacaron al mareo del vino.
En su pánico constató sin embargo que no tenía fiebre ni ardor de garganta, y el corazón y pulmones conservaban su ritmo normal. Su angustia cambió de forma. ¡Estoy paralítico, es la parálisis! ¡Y no me van a encontrar!... Pero una invencible somnolencia comenzaba a apoderarse de él, dejándole íntegras sus facultades, a la par que el mareo se aceleraba.
Palabra del Dia
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