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Una vez al año, el día de su fiesta, al cerrar la noche, gran parte del público del Casino abandonaba la ruleta y el «treinta y cuarenta» para presenciar cómo los marineros de Mónaco quemaban frente á la iglesia, al son de la música, una barca vieja, cerrando con esto á la santa patrona todo camino de retorno.

Era imposible: creyó firmemente que sólo iban transcurridos unos minutos desde su salida del club... Y tuvieron que alejarse, molestados por la curiosidad de un burgués que hacía de polizonte en tiempo de guerra; un miliciano del príncipe de Mónaco con traje civil, llevando un brazal de colores en la manga y un revólver al costado.

No crea usted, como algunos, que esto fué una iniciativa del soberano de Mónaco. Muchos príncipes alemanes habían apelado á la misma industria para el sostenimiento de sus dominios. Es una invención germánica. Mas el juego á orillas del Mediterráneo, bajo un sol invernal que rara vez se muestra infiel, resulta otra cosa que en un Estado del centro de Europa... Al principio no marchó el negocio.

En el Cap-Martin dejaron los ingleses á sus muertos; en Mónaco los hay de todas las nacionalidades; en el Cap-Ferrat duermen los belgas bajo coronas que ya son viejas; en Niza están los cadáveres americanos; y en todas partes, desde el Esterel á la frontera italiana, franceses... franceses... franceses. Son incontables los cadáveres.

Además, las privaciones, generales en toda Francia, aún resultaban mayores y más penosas en este olvidado rincón. Al fin me trasladé al Principado monegasco, que veía diariamente desde mis ventanas, avanzando su doble ciudad de Mónaco y Monte-Carlo sobre la llanura azul del mar.

Otras noches, sentados en la loggia, escuchaba el príncipe á Novoa ante el nocturno espectáculo del cielo y del mar. No había más luz que el velado resplandor que llegaba desde un salón lejano. La costa estaba obscura. La silueta de Monte-Carlo y de Mónaco se recortaba sobre el fondo estrellado, sin un solo punto rojo.

Un oficial obscuro de Napoleón, nacido en Mónaco y llegado á general en los tiempos de Luis Felipe, había hecho construir su sepultura en un olivar sobre el barranco de Santa Devota.

Apresuró el príncipe sus operaciones de limpieza. Sentía la necesidad de salir, como si sus jardines le pareciesen estrechos. A lo lejos sonaban las campanas de Monte-Carlo, más lejos aún respondían las de Mónaco, y este repiqueteo hacía vibrar la frágil y clara atmósfera como una copa de cristal. Bajó las escaleras lentamente, procurando no hacer ruido, y al llegar á la verja respiró satisfecho.

Los güelfos y gibelinos de Génova se disputaban el dominio de su castillo, hasta que un Grimaldi disfrazado de monje entraba por sorpresa en su recinto, abriendo las puertas á sus amigos y haciendo para siempre del antiguo Puerto Hércules una propiedad de su familia. Ese fraile, espada en mano continuó don Marcos , es el que figura á ambos lados del escudo de Mónaco.

El equilibrio europeo estaba en peligro: las grandes potencias soñaban con anexionarse á Mónaco en nombre de los intereses históricos y de los derechos étnicos, pues todas ellas habían tenido y tenían numerosas gentes de su raza viviendo en este pedazo de tierra... Pero de pronto llegaba el invencible.