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Este le va llevando a casa todos sus amigos, que se deshacen en cortesías y genuflexiones, le abruman a sonrisas y lisonjas. Pero el mandarín, apenas se digna dirigirles la palabra. Toda su saliva la gasta con la esposa del chino. Le hace ver la población, los monumentos más notables, los contornos pintorescos. Nada; el mandarín no tiene ojos más que para la china.

Flora se dejó convencer y permaneció en la casa. Cierto suceso imprevisto vino á dar la razón á la mayordoma. Nuestra linda morenita, en su deseo de agradar á todos en la casa y hacerse simpática, solía agasajar hasta al mismo Talín, le llamaba «rico mío», «precioso», «salado», aunque bien sabemos que Talín no merecía en conciencia estas lisonjas.

Suenanle suavisimamente al engañado estas lisonjas, y en su conformidad publica lo que bien parecio á todos sus comedias, y que solo por aver de partir con brevedad los Farsantes no la ponen y estudian. Asi se anda de Autor en Autor, moliendo á los amigos, aunque algunos á la primer embarcacion descubren el baxio, y escapan, poniendo escusas.

No le negó la delicia de anegarse en su mirada, y no trató de ocultar el efecto que en ella producía la de don Álvaro. Hablaron del caballo, del cementerio, de la tristeza del día, de la necedad de aburrirse todos de común acuerdo, de lo inhabitable que era Vetusta. Ana estaba locuaz, hasta se atrevió a decir lisonjas, que si directamente iban con el caballo también comprendían al jinete.

Empezó a marearla con miradas y lisonjas allí, junto al piano, durante el concierto; y al atreverse a invitarla nada menos que para bailar una polca de aquellas condiciones coreográficas, jugó el todo por el todo.

Como moscas acudían a su tenducho reluciente los pobres papanatas de la feria, y como moscas caían en la miel de sus ponderaciones y lisonjas, dejando en el cebo engañador hasta el último maravedí de los ahorrados para fines bien distintos. Para las mujeres, sobre todo, tenía el charlatán un anzuelo irresistible; y para las buenas mozas, en particular, un «aquel» que las atolondraba.

Aquí se oían alabanzas a los dueños de la casa, dichas en voz alta; allá se agrupaban otros a murmurar censuras; unos buscaban a sus conocidos; saludaban todos a los duques; los más serios o curiosos examinaban en los salones inmediatos las obras de arte coleccionadas con exquisito gusto, o los libros de lujo, puestos sobre las mesas de riquísimas incrustaciones; y los jóvenes, juntos con los viejos alegritos, parados en las puertas, pasaban revista a las que entraban, cambiando apretones de manos, diciendo lisonjas o recibiendo miradas que parecían señas.

Todo, pues, contribuía a que tuviese el aspecto fashionable, atildado y digno de un antiguo diplomático jubilado. A su rara discreción y al entrañable afecto que había inspirado debió Rafaela los mencionados triunfos; pero los debió también a sus lisonjas, llenas de sinceridad y fundadas en fe altruista. Esto requiere explicación, y voy a darla.

Otras muchas barrabasadas hacía para matar el fastidio y hacerse aplaudir de sus compañeros, pues le gustaba, como a todos los traviesos, oír los encomios de sus atrevimientos. Pero su mayor lucimiento provino de una memorable invención suya, con la cual alcanzó aplausos y lisonjas, que traspasando el círculo del colegio, llegaron al público.

Tomaba y dejaba los novios inconsideradamente, con lo cual adquirió fama de coqueta y casquivana. Pero esto no es obstáculo para que una muchacha encuentre adoradores. Al contrario, el amor propio de los hombres les incita a dedicar sus lisonjas a tal clase de mujeres, siempre con la esperanza vanidosa de ser el clavo que fije la rueda de la veleta.