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Actualizado: 9 de junio de 2025


No pudo continuar el niño; una mano seca, pegada a un puño inmaculado, salió por entre las cortinas, y después un brazo largo, y luego un hombro puntiagudo, y más tarde un rostro encarnado, característico, original, británico, como la cerveza de Bass o las galletas de Huntley... ¡Mademoiselle! dijo Lilí asustada.

Lilí, enjugándose con ambas manitas los ojos, repetía sollozando: Aquí me quieren todos... todos... Las Madres y las niñas... Pero, hija mía, ¿acaso en tu casa no te quieren? exclamó Currita, poniéndose muy seria; y la niña, titubeando un momento, contestó con candorosa sencillez, cuyo alcance no supo medir sin duda: Ahora no está allí Paquito...

Y como viese que el niño rechazaba la linda cajita de la Mahonesa, que no del todo satisfecho le alargaba Calixto, añadió: Tómalas, hijo... Esta para ti, y la otra para tus hermanos... ¿No tienes hermanitos?... Tengo a Lilí. Pues llévale una a Lilí.

Lilí, por su parte, había hecho con ayuda de Miss Buteffull, que estaba en el secreto, un marco de piel de Rusia, con flores de realce; y reuniendo ambos su trabajo, quedó completo el regalo; al pie de este, escribió Miss Buteffull con su mejor letra inglesa: «A su querida mamá en el día de su santo»; y lo firmaron ambos niños, Lilí, Paquito. ¡Oh!

Los dos niños, embobados de pie a un lado y otro de su madre, miraban en silencio correr el pincel de la dama, que con cierta complacencia íntima daba los últimos toques al airoso y nervudo cuello del Byron de contrabando. De pronto, Lilí, con esa expresión seria y meditabunda que toman a veces los niños, dijo a su madre: Mamá... ¿ por qué quieres tanto al tío Jacobo?...

Y se fue a su cuarto el inocente, y allí, en aquella soledad en que nadie había de consolarlo, lloró a lágrima viva, lloró a raudales... Porque sentía una pena profunda que le destrozaba el corazón sin comprenderla, como destroza las entrañas sin dar la cara un cáncer oculto; porque sentía una vergüenza, por decirlo así, anónima, que le hacía ocultar el rostro bañado en lágrimas en la blanca almohadita... ¿Y por qué, por qué sentía él aquella vergüenza, si era bueno y amaba a su padre y a su madre, y adoraba a Lilí, y tenía siempre notas de sobresaliente, y le rezaba a Dios todos los días, y también a la Virgen Santísima que estaba allí delante, en un cuadro, con el Niño en los brazos?...

Últimamente, y cuando residía en el establecimiento de Socartes, tenía un toy terrier que por encargo le había traído de Inglaterra Ulises Bull, jefe del taller de maquinaria. Era un galguito fino y elegante, delicado y mimoso como un niño. Se llamaba Lili, y había costado en Londres doscientos duros.

Había visto de repente un camino desconocido, un sendero tortuoso que allí llegaba dando rodeos, y ya no oyó más, ya no se ocupó de otra cosa. Cinco minutos largos permaneció callada, inmóvil, tirando al parecer sus planes. Lilí, con las manitas cruzadas sobre las rodillas y la cabeza baja, la miraba de cuando en cuando a través de sus largas pestañas, extrañada de aquel singular silencio.

Su padre le inspiraba desprecio, su madre despego, y sólo seguía adorando a Lilí, único ángel que quedaba ya en la casa. En cuanto a Jacobo, evitaba su presencia en lo posible, y más de una vez sorprendió Currita, con verdadero miedo, en los ojos del niño una mirada de rencor profundo, que relucía entre sus largas pestañas rubias como un acero al salir de la vaina.

Currita no sintió esta vez ira, sintió una sensación penosa, amarga, desconocida para ella, que se le figuró semejante al desconsuelo de verse sola y desamparada por un ser querido; aquella niña le había recordado a Lilí.

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