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Las bocas de las minas vomitaban cada día más carbón, las fraguas despedían más humo, la locomotora dejaba más escorias á su paso al través de los campos. Pero lo más negro de todo lo negro que había en Laviana era Plutón. Aquel hombre ya no era hombre, sino un pedazo de carbón con brazos y piernas.

Sin embargo, Nolo, previsor, comprende que en aquella forma no podría resistir las cinco leguas que los separaban del valle de Laviana. Determina apearse. Mas no por eso se amengua mucho la rapidez de su marcha.

La luz tibia y rosada del amanecer penetró en la estancia. La brisa fresca de la montaña coloreó las mejillas de la doncella. Desde aquel corredor emparrado se descubría más de la mitad del valle de Laviana. Allá abajo, en el ángulo que forma el Nalón con su pequeño confluente, Entralgo rodeado de pomaradas. Enfrente, del lado de allá del río, un grupo mayor de casas blancas: la capital.

Ninguno supo jamás apoderarse más pronto de su corazón, ninguno más rendido y zalamero ni más osado á la vez, pero tampoco ¡ay! ninguno más inconstante. Más de una y más de dos podían dar en el valle de Laviana testimonio lamentable de su galanura y su perfidia. Paréceme, Quino respondió Bartolo, que se te ha ido la lengua y has hablado más de lo que está en razón.

Nolo, fingiendo ser un mozo que torna alegre de la feria, pasó por delante de la casa entonando en alta voz este cantar, que hemos repetido alguna vez cuantos nacimos en el valle de Laviana: Dicen que tus manos pinchan, para son amorosas. También los rosales pican y de ellos nacen las rosas. No llores, niña, no llores, no; no llores, niña, que aquí estoy yo.

Todo el mundo conocía aquella partida en el valle de Laviana. Antes dejaría el ganado de pacer sobre las verdes pradreras de Entralgo, antes las nubes de rodar sobre la cresta de la Peña-Mea que D. Prisco y D. Félix dejasen de ponerse el uno frente al otro con las cartas en la mano. No era, sin embargo, la avaricia lo que les empujaba, aunque ambos pecasen un poco por este lado.

Aquel repleto arsenal respondía tan sólo al constante temor en que vivía de los ladrones. ¿Los había en Laviana? Tampoco, pero los había en Castilla, desde donde habían llegado cierta noche formando una partida montada y salvando la cadena de montañas á robar á su pariente D. Zacarías de Bello en el concejo limítrofe de Aller.

Mas ahora, agotadas sus fuerzas, la barra se queda más atrás de la rama. Entonces, de aquella multitud ebria de entusiasmo se eleva un clamoreo inmenso. «¡Viva Laviana!» «¡Viva Villoria

Pues esa sociedad prosiguió D. Casiano, no sin sacudir antes con severidad su cabeza de troglodita tiene denunciados hace años dos cotos mineros en Laviana, uno en Tiraña y otro en la cuenca del río de Villoria... Y es el caso que ahora quiere empezar la explotación de este último ampliando la línea férrea de Carrio hasta Villoria... D. Casiano se detuvo.

El asunto preocupaba hondamente á los labradores. Vagamente todos sentían que una transformación inmensa, completa, se iba á operar pronto en Laviana. El mundo antiguo, un mundo silencioso y patriarcal que había durado miles de años, iba á terminar, y otro mundo, un mundo nuevo, ruidoso, industrial y traficante, se posesionaría de aquellas verdes praderas y de aquellas altas montañas.