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Actualizado: 16 de junio de 2025
Usted lo acompañará necesariamente. Cuando me retiraba, me volvió a llamar: No tema usted por Luciana; no le diré nada desagradable, aunque retiraré mi cabeza de entre sus manos crueles. Hasta muy pronto, hija mía. En el jardín seguía el señor Lautrec afilando lápices a Luciana, que ya no dibujaba. La de Grevillois, en la ventana, clavaba asiduamente la aguja en el cañamazo.
Luciana, envuelta en un abrigo obscuro cuyo capuchón le velaba en parte la cara, estaba hablando, en un rincón del recibimiento, con Lautrec, en voz baja y animada. Su madre, pronta a salir, la llamó, y le oí decir: ¡Oh! eso, señor Lautrec, nunca... nunca más. Y se separó de él. Adiós, entonces... por mucho tiempo. Dióle Lautrec la mano, y Luciana dejó caer en ella la suya como a su pesar.
Si muero, estoy seguro de que ejecutará escrupulosamente mis voluntades, ya para publicar lo que le parezca digno de ello, ya para quemar lo que no deba ser leído. Al decir esto miraba a Luciana, que le había preguntado; pero ella parecía pensar en otra cosa y seguía indiferente y pensativa. Mi padre dijo, aprobando a Lautrec: Máximo es la lealtad misma, y además, discreto como una tumba.
Le supliqué que abreviase, pero tuve que sufrir un exordio, preparado de antemano, sobre los penosos deberes de la amistad y sobre el esfuerzo que le imponía su vivo interés por mí... Por fin habló. Trátase, en efecto, de Lautrec y ha sido la de Jansien la que ha puesto en circulación el rumor. Bromeó sobre eso con Kisseler, el cual fue, muy indignado según parece, a contárselo a la Marquesa.
Gerardo Lautrec trató de espiritualizar la idea mostrándonos en la belleza de la forma la imagen y el símbolo de la belleza moral, única representación de la divinidad. Al oír esto Sofía Jansien, roja como la grana bajo sus ricillos de un negro azabache, preguntó con indignado desprecio cómo era posible que se perdiese el tiempo en definir lo que no existe.
Luciana dije muy bajo, ¿es verdad que ha ido usted sola a buscar a Lautrec a su casa de la calle de Jena? Mi prometida se puso tan pálida, que hasta los labios resultaron descoloridos; y al mismo tiempo una horrible sensación de frío corría por mis venas, mis dientes crujían y me parecía que el sol acababa de apagarse. Le juro a usted que nunca he visto a Gerardo Lautrec en su casa.
Le falta Lacante en su colección, y Luciana le había prometido procurárselo valiéndose de mí. Me esforcé por excusar a Lacante con vagas razones, pero Lautrec cortó mi inútil retórica. Si Máximo no trae a Lacante dijo, trae en cambio una novela inédita. ¡Una novela! Veamos, veamos... Señor Cosmes, no puede usted negarse.
Todo el mundo se va; además, Lautrec ha fijado su partida para la semana próxima, lo que me tranquiliza. Deploro dar al asunto la menor importancia, y, sin embargo, prefiero saber que está lejos. Luciana también sale dentro de unos días, con su madre, para Ruán, donde hay una exposición de pinturas. Supongo que procurará volver a París al mismo tiempo que yo. Tengo abajo el coche.
No puede usted imaginar qué fastidioso es tener una cara en la que se lee todo, y sobre todo lo que se quiere ocultar. Yo estaba como en ascuas. ¿Cómo llamar aparte a Lautrec sin llamar la atención? ¿Cómo hacerle tan grave revelación delante de todo el mundo?
Mi padre intervino: Si haces un esfuerzo, verás cómo te acuerdas... Un oficial de la Escuela de Guerra, pequeño, moreno... Y al ver que yo decía que no con la cabeza, pues no tenía recuerdo alguno ni empeño en tenerlo, Máximo dijo con maldad: Creo que Elena prefiere los rubios... por alusión a Lautrec que es rubio y alto. Aquel ataque me irritó. Tiene usted razón dije, prefiero los rubios.
Palabra del Dia
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