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Actualizado: 16 de junio de 2025
»Hasta aquí escribió Anselmo, por donde se echó de ver que en aquel punto, sin poder acabar la razón, se le acabó la vida. Otro día dio aviso su amigo a los parientes de Anselmo de su muerte, los cuales ya sabían su desgracia, y el monesterio donde Camila estaba, casi en el término de acompañar a su esposo en aquel forzoso viaje, no por las nuevas del muerto esposo, mas por las que supo del ausente amigo. Dícese que, aunque se vio viuda, no quiso salir del monesterio, ni, menos, hacer profesión de monja, hasta que, no de allí a muchos días, le vinieron nuevas que Lotario había muerto en una batalla que en aquel tiempo dio monsiur de Lautrec al Gran Capitán Gonzalo Fernández de Córdoba en el reino de Nápoles, donde había ido a parar el tarde arrepentido amigo; lo cual sabido por Camila, hizo profesión, y acabó en breves días la vida a las rigurosas manos de tristezas y melancolías.
He inventado un pretexto para traerlo a usted aquí dije valientemente, y entregué a Lautrec la esquela de Luciana.
Se le pueden confiar los encargos más importantes con la certeza de que serán ejecutados en conciencia. Yo dijo Sofía Jansien en tono ruidoso y duro no conozco más que un confidente discreto, el fuego. ¡Ja, ja, ja! Esta señora tiene un modo de reír que rompe los vidrios. Lautrec continuó: Sí, cuando uno muere, lo que posee más secreto debe ser entregado al fuego.
Es imposible que no haya uno que te guste más que los demás... Sé franca... Desde luego, el que me gusta menos es el señor Kisseler. Procedamos, si quieres, por eliminación. ¿Qué piensas de Gerardo Lautrec? Lo encuentro fino, ingenioso, amable... ¿Es a él a quien prefieres? ¡Oh! no... Me interrumpí, no sabiendo realmente si decía la verdad. Entonces es Máximo... a no ser que el doctor...
Es preciso... ¿No le he dicho que tengo que pedirle un gran servicio? Luciana se ponía encarnada y pálida alternativamente. ¿Ha reparado usted me dijo al fin que el señor Lautrec me hacía el amor? Era difícil no repararlo. ¿Ha pensado usted que podría casarse conmigo? Me ha ocurrido esa idea, pero no con gran seguridad. El señor Lautrec, no sé por qué, no me parecía maduro para el matrimonio...
Luciana me interrumpió con violencia: ¿Qué he dado yo al señor Lautrec más que atención trivial y política que tiene toda mujer para el hombre que se ocupa de ella? ¿Qué me reprocha usted, fuera de una inofensiva charla? ¿Tendré que volverme imbécil y huraña para complacerlo a usted? Si así es, no soy la mujer que le conviene. Mucho lo temo.
Ya sabe usted que Máximo, la persona a quien más quiero después de mi padre, está convencido, por un funesto azar, de que he sostenido con Lautrec una correspondencia sospechosa. Sabe usted también que Máximo se va a casar con aquélla cuyo secreto está en mis manos.
Nuestro coloquio, por otra parte, no había pasado inadvertido, pues se trataba de ir a comer y mi padre me interpelaba: ¿Pero qué es esto, Elena? Una dueña de casa que olvida sus deberes para charlar... Es ese zalamero de Lautrec, que hace de las suyas dijo irónicamente Kisseler, que no pierde ocasión de decir despropósitos.
Debe ser humilde, puesto que implora, y altivo también, puesto que es fuerte. No veo en el señor Lautrec ni esa humilde ternura ni ese robusto orgullo. Y, en todo caso, no soy yo quien podría inspirárselos. Me parece muy fascinado por la bellísima Luciana, que es tan a propósito para gustarle. Hay, ciertamente, entre ellos un atractivo. Borremos, pues, de la lista, a don Gerardo Lautrec.
El señor Lautrec tiene ideas que se aproximan a las mías, o que, al menos, no las contradicen violentamente. Es muy agradable y, sin decir jamás piropos triviales, sabe hacer halagüeñas sus atenciones. Pero hay en él algo que se opone a la idea del matrimonio.
Palabra del Dia
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