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Actualizado: 16 de julio de 2025
Ayer, domingo, fui a almorzar a la «Villa Sol» y a ponerme a la disposición de Elena para la visita proyectada a la Briffarde. Lautrec almorzó también en casa de Lacante y se ofreció a acompañarnos al campo Quemado. Luciana, fiel a su promesa, llegó en el momento en que íbamos a ponernos en marcha.
No comprende usted exclamó con desesperación. ¿Y la humillación, y la vergüenza? ¿No es eso nada para usted? ¿Cómo pensar en eso sin morir? Tal idea me da fiebre... Temblaba y estaba agitada por grandes calofríos. Es preciso absolutamente que yo tenga esas cartas. ¿Se las ha pedido usted al señor Lautrec? Sí, sin duda; y se ha negado a dármelas. Es abominable, odioso...
Acepté más que de prisa el brazo que el Marqués de Oreve me presentaba, arqueado en forma de guirnalda. Cuando pasé al lado de Máximo, que acababa de llegar, me echó una mirada severa que me intimidó. Pero como tenía conciencia de no haber hecho nada malo, no quise atormentarme. Después de comer, Lautrec se llevó a Máximo a un rincón para concertarse con él y en seguida cogió un cigarro y salió.
Su lacayo también la vio, pues ella le ha oído contar la historia al cochero y reírse... a costa mía, sin duda... Luciana es orgullosa y hasta un poco altanera con los criados, y presumo que fue de esas bajas regiones de la servidumbre de donde salieron los anónimos. Naturalmente, no creo tal historia. Ha habido un error, o bien... ¿Qué razón ha podido llevar a Luciana a casa de Lautrec?...
Hay también el día en que se paga al casero dijo una voz. Hubo risas, pero el éxito de esta melancólica reflexión se perdió en el ruidoso triunfo de Gerardo Lautrec.
Luciana continuó: Sí... me he decidido... Hace mucho tiempo que Máximo había pedido mi mano... y yo vacilaba... La abominable conducta de Lautrec me ha hecho ver el valor de cada uno. Cuento con usted dije con voz ahogada, para justificarme con Máximo. Quiero tener su estima.
La de Jansien afirma haber visto a Luciana entrar sola una mañana en casa de Lautrec y estar allí un rato bastante largo para que Sofía pudiese subir a casa de su abogado, que vive en el tercero, entregarle unos papeles y volver a bajar, precisamente en el momento en que Luciana salía del piso bajo habitado por el joven.
Gerardo Lautrec, que estaba sentado a su lado en una silla de tijera, se levantó al verme subir la escalinata. Luciana me ofreció distraídamente la mano y continuó en seguida la conversación interrumpida a mi llegada. ¿De modo que querría usted estar ya lejos de Francia? Adoro a mi país, pero francamente, pasarse la vida en oscilar desde el Luxemburgo al parque Monceau es un poco monótono.
Me siguió a la biblioteca, pero también al Marqués de Oreve se le antojó ver las estampas... Mi combinación iba a fallar, cuando quiso el Cielo que la Marquesa se enredase en la genealogía de los Coburgo. El Marqués volvió en seguida pies atrás, y Lautrec y yo nos quedamos solos en la biblioteca, cuya puerta abierta nos dejaba expuestos a todas las invasiones. No había, pues, tiempo que perder.
Y con voz incisiva, casi dura, siguió diciendo: ¿Se figura usted que soy bastante tonta para creer en un sentimiento serio en el señor Lautrec? ¿Cree usted que no he descubierto en seguida la sequedad egoísta de aquella alma sin profundidad, sin nobleza, sin?... ¡Cuidado! exclamé. Habla usted de él con amargura. ¿Qué le ha hecho a usted? Luciana se echó a reír.
Palabra del Dia
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