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Actualizado: 22 de junio de 2025


A este tiempo le habían asido dos alguaciles, y el licenciado Sarmiento inundaba con la luz de su linterna el semblante de Montiño, que estaba lívido, descompuesto, desencajado; el triste temblaba, gemía, no podía tenerse de pie, y si no se caía era por los dos alguaciles. ¡Me van á matar! dijo con el acento de angustia más épico, más terrible que ha oído nunca un alcalde de casa y corte.

Volvióse el señor de los Pazos, y se quedó inmóvil, con la escopeta empuñada por el cañón, jadeante, lívido de ira, los labios y las manos agitadas por temblor horrible; y en vez de disculpar su frenesí o de acudir a la víctima, balbució roncamente: ¡Perra..., perra..., condenada..., a ver si nos das pronto de cenar, o te deshago! ¡A levantarse... o te levanto con la escopeta!

«Que sus dos almas en una acaso se misturaron». ¡Quiébrela, niño...! dijo una voz que partió del grupo de paisanos, hacia el que Melchor lanzó una mirada de indignación visible... La pareja giraba lentamente, bajo las miradas de todos y con especialidad del hermano de la rubia cuyos movimientos seguía ansioso y lívido mientras le torturaban penosamente los comentarios circundantes.

Vaciló como una flor cortada, y cayó muerta en aquella misma escena en que acababa de triunfar su arte. M. Melville, avisado por teléfono, salió de Scotland-Yard y se dirigió al domicilio de la cantante. Sorege estaba tendido en la alfombra del salón, lívido y horrible.

En el suelo, sobre un colchón flaco, cubierto de pedazos de bayeta amarilla y de jirones de mantas morellanas, yacía la niña enferma, como de seis años, el rostro lívido, los puños cerrados en la boca. «Lo que tiene esta criatura es hambre dijo Benina, que habiéndola tocado en la frente y manos, la encontró fría como el mármol.

Un tinte lívido invadió su cara enflaquecida y afeitada, sus ojos se agrandaron asustados como á la vista de un espectro, tembló con todos sus miembros y, las manos juntas, los labios balbucientes, dijo muy bajo, como si temiera hacer desvanecerse aquella dichosa visión: ¡Cristián! ¡Cristián! ¿Es posible? ¡Cristián!

Hablaba Diógenes pálido y agitado, con el tono iracundo que solía usar cuando hablaba de veras, y levantándose de repente de la mesa, entróse por un cobertizo que iba a parar en las cuadras; viéronle, a poco, salir lívido más bien que pálido y dejarse caer como sin fuerzas en un banco de hierro que bajo los arcos estaba: con grandes ansias y sudores había arrojado en un rincón de la cuadra lo poco que había comido.

Pero la Virgen de la Esperanza y Jesús del Gran Poder los estaba viendo desde sus primeros años, y a éstos que no se los tocasen. Su sensibilidad de rudo mocetón conmovíase ante el dolor teatral de Cristo con la cruz a cuestas, el rostro sudoroso, angustiado y lívido, semejante al de algunos camaradas que había visto tendidos en las enfermerías de las plazas de toros.

El conde se puso lívido de cólera, y ya de pie, pronto a venir a las manos con el colegial, dijo con voz alterada: ¡Mientes, deslenguado! ¡Voy a deshacerte entre mis manos, hijo de la grandísima...!

Dirigiendo en torno la mirada, haciéndola vagar por el círculo de montañas, todas grises con la luz de la luna, recordaba en ese momento la mañana de su fuga, un amanecer lívido y frío, el lago plomizo flagelado por el viento, erizado de las olas opacas. Huía sin la menor vacilación. La esperanza, la certidumbre de volverla a ver le sonreían. ¿Cuándo, dónde? No lo sabía. Pero la vería.

Palabra del Dia

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