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Al cabo de una hora, lo menos, Tristán, que no cesaba de echar ojeadas impacientes a la casa de enfrente, exclamó: ¡Ya salen! Reynoso levantó la cabeza y su faz se puso lívida viendo salir del portal a su esposa en compañía de Núñez. Dieron unos cuantos pasos precipitadamente por la calle y se metieron en un coche de punto que un poco más allá les esperaba.

En el mismo instante, Martín, saltando fuera del molino, con las venas de la frente hinchadas y los puños apretados, cogió a su hermano por la garganta y se la apretó con tanta fuerza que la criatura se puso lívida. La madre, acudió entonces lanzando un horrible grito: ¡Acuérdate de Fritz! exclamó alzando las manos con un ademán de loca angustia.

En la parte de Oriente, la planicie lívida y polvorienta se extiende hasta un grupo obscuro de colonias donde blanquea el ámplio edificio de una Misión católica; y más allá, hacia el extremo Norte, se elevan las eternas montañas de la Mongolia, suspensas en el aire como nubes.

La criatura apretaba con toda su fuerza la boca, suspendía el aliento, se ponía lívida, y algunas veces caía privada de sentido. Aquel tierno corazón se rompía falto de desahogo. En estos momentos Amalia experimentaba una sensación diabólica, mezcla de placer y de dolor, algo semejante a lo que sentimos cuando nos sajan una postema.

Así le miraba a él, así le sonreía en la época feliz, cuando cabalgaban juntos en las desiertas campiñas iluminadas de suave carmín por el sol moribundo. «¡Mardita sea!...» Pasó malhumorado la noche con unos amigos, luego durmió mal, viendo reproducidas muchas escenas del pasado. Cuando se levantó entraba por los balcones la luz opaca y lívida de un día triste.

Asomaron a sus ojos lágrimas de recelo presente y lágrimas que le hacía derramar la visión lejana de la tragedia: el cadáver de Zumarán tendido en el suelo, el revólver en la mano y un redondel de sangre formando como una aureola a la cara lívida. El señor Molina se quedó perplejo.

Clementina quedó petrificada, lívida, mirándoles con ojos donde se pintaba más el espanto que la cólera. Hubo un instante en que estuvo a punto de perder el sentido, en que todo comenzó a dar vueltas en torno suyo. Pero su orgullo hizo un esfuerzo supremo y permaneció clavada al suelo, inmóvil como una estatua de yeso, y tan blanca.

Una penumbra lívida y brumosa era el día austral, repitiéndose semanas y semanas sin el menor rayo de claridad, como si el sol se hubiese alejado para siempre de la tierra.

Me insultó echándome en cara lo que constituía mi remordimiento secreto y me hirió en lo más sensible de mi ser. Retrocedí y no encontrando una palabra bastante despreciativa, la golpee en la cara con toda mi fuerza. Lanzó un agudo grito, se puso lívida y con los ojos echando llamas se arrojó á mi rechinando los dientes. Sentí sus dedos rodear mi garganta y perdí la respiración.

Miss Craven le vió alto, fornido, de arrogantes movimientos, tal como lo había contemplado muchas veces en los films, pero con la cara pintada de blanco, lo mismo que un Pierrot. La luz lívida y sepulcral de los tubos de mercurio exigía esta pintura de artista de circo.