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Actualizado: 13 de junio de 2025


El cielo tomaba sobre sus cabezas una penumbra lívida de ocaso. Monstruos horribles y disformes aleteaban en espiral sobre la furiosa razzia, como una escolta repugnante. La pobre humanidad, loca de miedo, huía en todas direcciones al escuchar el galope de la Peste, la Guerra, el Hambre y la Muerte.

El 18 de diciembre de 1835 sale de Buenos Aires, y al subir a la galera, dirige en presencia de varios amigos sus adioses a la ciudad. «Si salgo bien dice, agitando la mano , te volveré a ver; si no, ¡adiós para siempre!» ¿Qué siniestros presentimientos vienen a asomar en aquel momento su faz lívida, en el ánimo de este hombre impávido? ¿No recuerda el lector que algo parecido manifestaba Napoleón al partir de las Tullerías para la campaña que debía terminar en Waterlóo?

Pronto el agua de la estiba llegó al puente, mientras que la del mar, que le entraba a torrentes por la parte de afuera, parecía impaciente por devorar su presa. Por algunos instantes, y a la lívida luz de un relámpago, se dejó ver todavía la proa del junco sobre la superficie de las aguas; pero pronto desapareció la nave entera entre las olas, formando un remolino espantoso.

Y se abalanzó al rostro del enfermo, besando la sudorosa frente. Pero la máscara barbuda y lívida que asomaba por el embozo de las sábanas permaneció inmóvil. El viejo prorrumpió en sollozos. Se acabó.... Esto es cosa hecha. Ya me lo ha dicho uno de los médicos, pero necesitaba verlo para convencerme.

Todas las caras estaban pálidas, pero no con palidez mate, sino brillante y lívida, con el sudoroso barniz de la emoción. Pensaban en la arena, invisible en aquellos momentos, sintiendo el irresistible pavor de las cosas que ocurren al otro lado de un muro, el temor de lo que no se ve, el peligro confuso que se anuncia sin presentarse. ¿Cómo acabaría la tarde?

Palabra del Dia

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