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Actualizado: 20 de octubre de 2025
Los criados le anunciáron llorando que aquella misma noche se habia caido muerto de repente su marido, que no se habian atrevido á llevarle tan mala noticia, y que acababan de enterrar á Zadig en el sepulcro de sus padres al cabo del jardin. Lloraba Azora, mesábase los cabellos, y juraba que no queria vivir. Aquella noche pidió Cador licencia para hablar con ella, y lloráron, ámbos.
Debía ser un colapso que le había privado de vida aparentemente. No se veía sangre. Los rasgones de su ropa eran efecto, sin duda, del revolcón que le había dado el toro. Entró apresuradamente el doctor Ruiz, y sus colegas le dejaron pasar a primer término, acatando su maestría. Juraba en su nerviosa precipitación, mientras iba ayudando a Garabato a abrir las ropas del torero.
No. Cada vez que recordaba las amenazas y menosprecios de ese joven rufián, su arrogancia y su estallido final de pasión criminal, que tan cerca había estado de terminar con la vida de mi bien amada, mi sangre hervía de ira y se encendía mi cólera. El bribón había escapado, pero dentro de mi ser juraba que no quedaría impune.
Se juraba a sí mismo el Maquiavelo del cabildo no abandonar el puesto sin saber a qué atenerse. El Magistral había resuelto no entrar aquel día en la capilla que llamaban suya. Confesar aquella tarde hubiera sido una excepción, motivo para dar que decir. ¿Estarían allí todavía aquellas señoras?
Se templaban guitarras y vihuelas y oíase un murmullo preparatorio. De pronto, Beatriz se levantó. Ofreciósele de compañero el alférez Antonio de Castro, recién llegado de Nápoles y que juraba ¡per Baco! a cada instante, para hacer reír a las niñas. Todos pedían danzas diferentes: la pavana, la alemana, el pie del gibao, la gallarda.
Conocía las amenazas de Pimentó, el cual, apoyado por toda la huerta, juraba que aquel trigo no había de segarlo su sembrador, y Batiste casi olvidaba á sus hijos para pensar en sus campos, en el oleaje verde que crecía y crecía bajo los rayos del sol y había de convertirse en rubios montones de mies. El odio silencioso y reconcentrado le seguía en su camino.
También la parecía imposible, como lo de las algas, que Minghetti estuviera tan enamorado como le juraba; porque aunque estaba persuadida de que ella había mejorado mucho, y de que su otoño era muy interesante, y su jamón suculento y en dulce, al fin él era mucho más joven, y ella... ella estaba, indudablemente, algo fatigada.
Contaba tentaciones; en nombrando al demonio, decía «Dios nos libre y nos guarde»; besaba la tierra al entrar en la iglesia; llamábase indigno; no levantaba los ojos a las mujeres, pero las faldas sí. Con estas cosas, traía el pueblo tal, que se encomendaban a él y era como encomendarse al diablo. Juraba el nombre de Dios unas veces en vano y otras en vacío.
Déjame que yo lo arregle; tú no sabes adonde llega mi habilidad; figúrate que estás hablando con la mismísima diplomacia. El ablandaría poco a poco a la fiera. Mientras ellos no fueran por allá, no correrían peligro alguno. El Mosco permanecía en sus territorios y juraba no volver a Madrid, por no encontrarse con los fugitivos. Le enfurecía que le hablasen de ellos.
No por eso dejaba de abrumarse con reproches por no haber podido cumplir el último deseo de la muerta, y se juraba a sí mismo guardar más fielmente que nunca el secreto sobre los motivos de esa resolución desesperada. ¡Si siquiera hubiera podido saberlo él mismo! Pero los días pasaban y todavía no había podido entrar en posesión del legado que le había hecho Olga.
Palabra del Dia
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