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Actualizado: 20 de julio de 2025


Querían entrar en la enfermería para ver a Pachín y tranquilizarse. Acogían con incredulidad las palabras de un camarero español que, obedeciendo la consigna, les juraba por su salud que el enfermo estaba mejor. Chocaban sin éxito contra el marinerote rubio que obstruía la puerta con su rudeza de roca. El médico había prohibido la entrada y era inútil insistir.

El ventero se desesperaba de ver la flema del escudero y el maleficio del señor, y juraba que no había de ser como la vez pasada, que se le fueron sin pagar; y que ahora no le habían de valer los previlegios de su caballería para dejar de pagar lo uno y lo otro, aun hasta lo que pudiesen costar las botanas que se habían de echar a los rotos cueros.

En su rostro se bosquejó una sonrisa, que no hizo en María la menor impresión, como si resbalase en su aspecto glacial, debajo del cual su vanidad herida juraba venganza. El traje de Pepe Vera era semejante al que sacó en la corrida de que en otra parte hemos hecho mención, con la diferencia de ser el raso verde y las guarniciones de oro.

Gorra en mano, y acechando al hablar con sus ojos pequeños y vivos todo el contorno, repitió la historia que Medrano le había referido, en lo alto de la torre, durante una hora de beodez. Juraba por todos los santos, daba los más verosímiles indicios, y afirmaba que cuando doña Guiomar se había casado con el caballero Lope de Alcántara ya estaba preñada del moro.

Júrame que no me abandonarás. Que me querrás siempre... que no me desprecias porque soy débil contigo... porque te quiero. Isidro lo juraba todo sin hablar; lo juraba con sus manos inquietas, con sus labios acariciadores, con el viril estrujón que hacía caer vencida y esclava en entre sus brazos a aquella alma simple y primitiva, ansiosa de ideal.

La bulliciosa latinidad gozaba el privilegio sobre las otras castas de beber vino en las comidas dos veces por semana y tomar chocolate al amanecer otras dos veces, en vez del café habitual. Las lamentaciones de don Carmelo, que juraba para él solo con grandes aspavientos, interrumpieron a Maltrana. ¡Mardita sea mi arma!

Y don Timoteo se juraba cobrar al día siguiente todos los vales que del crítico tenía en su almacen. Se oyeron pitadas, galopar de caballos, ¡al fin! ¡El General! ¡El Capitan General! Pálido de emocion, se levantó don Timoteo disimulando el dolor de sus callos, y acompañado de su hijo y de algunos dioses mayores, bajó á recibir al Magnum Jovem.

Después que la tía Quica depositó majestuosamente sobre la mesa sus regalos, la señora, como compensación, metió en su cesta la media docena de pasteles que Miss había aplastado en su caída, y además le dio un duro, no sin antes luchar con la labradora, que juraba y perjuraba que nada quería, mientras en sus ojos brillaba la codicia.

Mesía y Paco, en los días anteriores, habían venido varias veces al Vivero, a caballo; Mesía había encontrado a la Regenta expansiva, alegre, confiada: y sin hablar palabra de amor pudo conseguir que ella escuchase consejos que él juraba higiénicos principalmente. «El misticismo era una exaltación nerviosa». En eso estaba Ana también, asustada todavía con los recuerdos de sus aprensiones.

De noche, sin embargo, no faltaba algazara en el piso principal, hubiera sobrinas o no. En el segundo, de día y de noche había aventuras, pero silenciosas. Un personaje de ellas siempre era Paquito. Cuando estaba sereno, juraba que no había cosa peor que perseguir a la servidumbre femenina en la propia casa; pero no podía dominarse. Videor meliora, le decía don Saturno sin que Paco le entendiese.

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