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Actualizado: 12 de junio de 2025
De pronto tomaba el tren para presentarse por sorpresa en aquel hotelito de Madrid, nido ilegal y misterioso de su felicidad. Varias cartas anónimas le habían avisado las infidelidades de Judith. Alguna buena alma que conocía su dicha y deseaba turbarla: tal vez una antigua compañera de la divette, envidiosa de su bienestar.
Veo que tienes buena opinión de ti respondió el cura, que hacía esfuerzos por tomar severo aspecto. ¡Ah, excelente! Bueno, y ahora; ¿quieres o no quieres escucharme? Estoy cierta continué yo, siguiendo mi idea, de que Holofernes era infinitamente más simpático que mi tía, y de que me hubiera entendido con él perfectamente. Por lo tanto, no alcanzo a ver lo que me impediría imitar a Judith.
Y hablaba enternecido de aquel hogar oculta, de la familia improvisada que era para él la verdadera. Judith, engordando en su bienestar tranquilo; aburguesándose hasta hacer olvidar á la antigua divette aventurera, Sánchez Morueta la quería mejor así: la creía más suya. Y entre los dos, aquel pequeñuelo de una asombrosa precocidad.
Ahora se daba cuenta de las peticiones de Judith, cada vez mayores: de aquel afán de riquezas, de «asegurar su posición», como ella decía, con una voracidad creciente, como si la guiase un oculto consejero.
Acto seguido resonaba en su cerebro una aclamación, el suspiro gigantesco de millones de mujeres que se veían libres de la más sangrienta de las pesadillas gracias á ella, que era Judith, Carlota Corday, un resumen de todas las hembras heroicas que mataron por hacer el bien.
¡Ay, el amor, Luis! exclamaba. ¡Cuán pequeños nos hace! ¡Cómo nos envilece cuando llega tarde, á una edad en que queremos, sin la certeza de que nos quieran!... Ahora me avergüenzo, pensando en las cosas á que he tenido que descender. ¡Y si no fuese más que esto!... Al llegar el verano, Judith había ido, como de costumbre, á una casita que el millonario le había comprado en Biarritz.
Y como si temiera alguna burla del doctor, hablaba de Judith con entusiasmo, queriendo convencer á su primo de que su madurez no hacía mal papel al lado de aquella juventud un poco gastada por el exceso de placeres. Estaba seguro de que le quería.
Soñando con ella, sueño que me divide la garganta como Judith al capitán de los asirios, que me atraviesa las sienes con un clavo, como Jael a Sisara; pero a su lado, me parece la esposa del Cantar de los Cantares, y la llamo con voz interior, y la bendigo, y la juzgo fuente sellada, huerto cerrado, flor del valle, lirio de los campos, paloma mía y hermana.
Estoy enterado. ¿Y qué ha hecho la tal Judith? ¿Alguna perrada? ¿La has sorprendido con alguien? ¿Ha huido y no sabes dónde está? Habla, hombre: cuenta sin miedo. Ya sabes que soy tu confesor y por mucho que me digas, nada me cogerá de sorpresa.
Y recordaba, cómo por segunda vez sintió el instinto homicida al ver la sonrisa burlona con que acogió ella el recuerdo del pequeñuelo. ¡Ah, la cruel! ¡Con qué sencillez le había arrebatado la última ilusión, diciéndole que no era hijo suyo, comparando su belleza delicada con la de aquel tunante que llenaba su pensamiento! ¡Qué tirón tan doloroso en su alma!... Esta vez, Judith, á pesar de su insolencia, había sentido miedo ante el gesto desesperado de su viejo.
Palabra del Dia
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