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Actualizado: 9 de junio de 2025


Contamos con Brull. Era una dinastía que venía reinando treinta años sobre el distrito, cada vez con mayor fuerza. El fundador de la casa soberana había sido el abuelo de Rafael, el ladino don Jaime, que había amasado la fortuna de la familia con cincuenta años de lenta explotación de la ignorancia y la miseria.

Cuando el Rey D. Jaime hallábase en Teruel en disposición de emprender la conquista de Valencia, adelantáronse los teruelanos a buscar al enemigo sin orden del rey, y al tiempo de partir sacaron procesionalmente al mismo Cristo hasta fuera de la población como en señal de despedida.

Ella es lista como una anguila y saltarina como una cabra... pero tiene el corazón igual que una manteca fresca... Es muy noble... muy noble... y al mismo tiempo muy amorosa... Teniendo cuidado de sujetarla un poco por la pierna será como una cordera... Después, nada melindrosa para comer... lo mismo se pasa con carne que con unas pocas de judías... En habiendo pan en la masera, ya está satisfecha... No te malgastará un cuarto, Jaime...

La puerta del saloncito había quedado de par en par y D. Jaime estaba de rodillas a los pies de doña Luz. Se diría que se acababa de entregar a discreción, que todo por su parte estaba dicho, y que a ella tocaba sólo hablar e imponer condiciones. El orgullo de doña Luz se sentía vivamente lisonjeado.

Yo estoy segura de ello: has dado flechazo a D. Jaime. Dar flechazo tiene tan indeterminada significación que no qué responderte. Pero desde esto a infundir un verdadero cariño, hay mil leguas de distancia, y ni me alucino, ni deseo siquiera que D. Jaime haya andado ni ande esas mil leguas en cuarenta y ocho horas, que hace sólo desde que me conoce y trata.

Transcurrieron algunos días. El enojo de D. Jaime por el desaire recibido fue creciendo. En su interior no daba toda la culpa a Rosa; hacia partícipe a su hermano por haber tolerado el galanteo de Andrés una porción de meses con señales de no disgustarle. Después, pensaba que Tomás no había hecho lo bastante por complacerle, no había obrado con suficiente energía para rendir a Rosa a recibirle por esposo. Porque si bien era verdad que la castigaba, y a veces cruelmente, estos castigos quedaban desvirtuados por el efecto de consentirla pasar tardes enteras con su amante en el molino; y aunque últimamente habían cesado estas visitas, todavía no usaba con ella de la debida vigilancia, porque en todas partes y a todas horas se veían y se hablaban, de lo cual era testigo el pueblo.

Esta y otras conversaciones que tuvo doña Luz con su amiga, y los propios monólogos y los constantes pensamientos que la asaltaban, fueron acrecentando en el alma de la soberbia dama un recelo que sublevaba su orgullo, y contra el cual trató de armarse de todos los bríos de su pecho. Don Jaime iba a volver.

Fue esta dama la condesa Amelia, cuyo retrato quería retirar mi cuñada del lugar que ocupaba en la casa de mi hermano; y su esposo fue Jaime, cuarto conde de Burlesdón y vigésimo-segundo barón Raséndil, inscrito bajo ambos títulos en la «Guía Oficial de los Pares de Inglaterra,» y caballero de la Orden de la Jarretiera.

Rosa se contentó con sonreír, toda ruborizada aún. Vaya, no les quiero interrumpir... Sigan, sigan adelante... Hasta otro ratico. Y D. Jaime se alejó en dirección al pueblo, mientras su sobrina y Andrés siguieron hacia casa. Después de este encuentro, cesó por completo la alegría de aquélla: quedó pensativa, inquieta. Fueron vanos todos los esfuerzos de Andrés por hacerla reír.

Jaime se unió a las dos mujeres, y entonces vio salir de entre los matorrales a Pepet, que caminaba fuera del sendero persiguiendo piedra en mano a un pajarraco cuyos graznidos habían llamado su atención.

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