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Actualizado: 9 de junio de 2025


Arriba estaba la torre del Pirata, ¿no se acordaba el señor?... Una fortificación del tiempo de los corsarios, a la que había subido don Jaime muchas veces cuando niño, lanzando gritos de pelea, con un garrote de sabina en la mano, dando órdenes para el asalto a un ejército imaginario.

Me miró maliciosamente y lanzó una carcajada, sin hacer caso de la cara hosca que ponía su hermana. Pues mira que muchos han maldecido antes de ahora a esos Elsberg pelirrojos refunfuñó la buena mujer; y yo me acordé en seguida de Jaime, cuarto conde de Burlesdón. ¡Pero nunca los ha maldecido una mujer! exclamó la moza.

Luego levantó las colgaduras de damasco rojo galoneadas de oro que cubrían como una tienda de campaña el amplio lecho majestuoso, en el que habían nacido, procreado y muerto varias generaciones de Febrer. La noche anterior, al retirarse del Casino, la había encargado Jaime con gran insistencia que le despertase temprano.

Ella, tan pudorosa y tímida, mostraba en su agitación los mayores secretos de su desnudez, olvidada de todo, retorciéndose los brazos, llevándose las manos a la cabeza. «Habían matado a don Jaime: se lo anunciaba el corazón.» Y temblaba con el eco lejano de nuevos disparos. «Un verdadero rosario de tiros», según decía el Capellanet, había contestado a las dos primeras detonaciones.

El abuelo don Horacio, que estaba bien enterado, habló muchas veces a su nieto de tales sucesos. «La Papisa» sólo había querido al padre de Jaime.

Para es como un hermano mayor, más atento que Jaime, pero a veces un poco severo... ¿no es verdad, papá? Es todo un hombre... Alcánzame el diario, hija mía. María Teresa le entregó el diario, riéndose del aire de convicción con que el señor Aubry había pronunciado: Es todo un hombre...

Para hospedarle con decoro y hasta con lujo, acudió a doña Luz pidiéndole las mejores habitaciones de su casa solariega, no ocupadas por su sobrino; y para ofrecer a D. Jaime un buen caballo en que montar e ir de pueblo en pueblo, acudió asimismo a doña Luz, pidiéndole prestado su hermoso caballo negro. Doña Luz tuvo que acceder a todo.

Al escuchar el saludo se tranquilizó de un modo y se inmutó de otro; porque al momento logró reconocer el que tan inopinadamente le cortaba el paso; el cual no era otro que el americano D. Jaime, a quien había saludado no muchos minutos antes cerca de la casa de Rosa. D. Jaime se apresuró a explicar el encuentro.

Pero esto es superior a sus fuerzas, y esa misión rehusará cumplirla; ¡no! ni por el amor a María Teresa, desempeñaría ese oficio; sería demasiado doloroso. Si se exige eso de él, recurrirá a Jaime, su amigo, su hermano, que le evitará ese martirio.

En cambio, su amor a D. Jaime era legítimo, correcto, conforme a la clase y posición de ella, y fundado, por último, en causas no menos poéticas que el amor que por el P. Enrique, si hubiese sido lícito, hubiera ella podido sentir.

Palabra del Dia

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