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Actualizado: 24 de junio de 2025


Partían de los muelles escarchados y brumosos del Báltico; de los puertos ingleses negros de hulla, en cuyo ambiente grasoso flota un perfume de y tabaco con opio; de las costas de Francia oceánica, que oponen sus bancos vivos de mariscos y los pinares de sus landas a los asaltos del fiero golfo de Gascuña; de las bahías de España, copas de tranquilo azul, en las que trenzan sus aleteos las gaviotas asustadas por el chirrido de una grúa o el mugido de una sirena; de las escalas del Mediterráneo, adormecidas bajo el sol; ciudades blancas con la alba crudeza de la cal o la suavidad aristocrática del mármol; ciudades que huelen en sus embarcaderos a hortalizas marchitas y frutos sazonados, y envían hasta los buques, con el viento de tierra, la respiración nupcial del naranjo, el incienso del almendro, rasgueos briosos de guitarra ibérica, gozoso repiqueteo de tamboril provenzal, arpegios lánguidos de mandolina italiana.

Nadie podrá acusar de jesuítico al célebre y malogrado historiador y polígrafo Oliveira Martins, y, sin embargo, en este punto que tocamos ahora, ensalza como nadie á los jesuítas, haciendo que la gloria de ellos y su triunfo en el Concilio de Trento aparezcan acaso como el mayor triunfo y como la más espléndida gloria de la civilización ibérica en el siglo XVI. «Los protestantes, dice Oliveira Martins, no excluyen las buenas obras; pero no es el mérito de ellas el que redime: es únicamente el mérito de Cristo, independiente del hombre.

Si me faltaban las florestas vírgenes de mi patria y los mil rumores de sus cataratas, sus torrentes, sus pájaros y sus insectos zumbadores, al menos veía fisonomías hermanas, reproduciendo muchas de mi tierra natal; oia hablar en la opulenta lengua que me enseñó mi madre á balbucear; contemplaba con recogimiento las numerosas estatuas de los reyes españoles, bajo los olmos corpulentos, no porque fuesen de reyes, sino precisamente porque ellas me parecian escombros artísticos de épocas que la libertad y el progreso han trasformado profundamente, y me hacian evocar la historia de esa heróica raza ibérica que llevó su sangre al suelo colombiano para fundar pueblos que la revolucion debia regenerar y que la democracia habrá de engrandecer.

Cuatro días después de la conferencia primera entre Chemed y Mutileder, salían ambos de Málaga para Tiro en una magnífica nave. Mutileder iba en calidad de secretario privado de la dama para llevarle la correspondencia en lengua ibérica. La amistad de ambos era íntima, y Mutileder, siempre que se veía en presencia de Chemed, estaba contento y como orgulloso de tener tan elegante y discreta amiga.

La afición decidida a las españolitas era entonces el más pronunciado síntoma y el más elocuente indicio de la posible unión ibérica. El Vizconde, al empezar su narración, sostenía sin rodeos ni disimulos que ocho años antes del momento en que hablaba, había conocido a la Sra. de Figueredo, soltera aún y figurando y descollando entre las españolitas de Lisboa.

Froude: «Las revoluciones siguen á las revoluciones en la Península Ibérica, hunden al pueblo en la miseria y esterilizan el suelo; pero en estos últimos tiempos, no han producido un solo personaje como aquéllos cuyos nombres forman parte de la historia europea.

De modo, que siempre que se le hablaba de tal asunto acababa por hacer una calorosa defensa de la unión ibérica, unión que debía iniciarse en el arte, la industria y el comercio para llegar después a la política.

a la matrona ibérica, a la gloriosa anciana, la que empuñó el gran cetro del mundo, soberana, que la ama Filipinas con hondo amor filial; y al cobijarla un tiempo bajo su enseña de oro, legándole su ciencia y su idioma sonoro, cumplió ella su sagrada misión providencial.

Si quiere usted mis dos comedias, mis folletos sobre la Unión ibérica y sobre la Organización de los bomberos en Suiza, mi obra de los Castillos, todo está a su disposición. Diez ejemplares de cada cosa para que hagan lotes en una tómbola. ¿Lo ven ustedes? Cae el maná, cae. Si en estas cosas no hay más que ponerse a ello... Mi amigo Baldomero también dará algo.

Tantas idas y venidas, tantos embajadores o emisarios diferentes, ya simultáneos, ya sucesivos, frailes, santos, grandes de España y jurisconsultos, que ya se movían de acuerdo, comunicándose sus impresiones, ya se recataban unos de otros por orden del mismo rey, ya se entendían directamente con éste, ya unos con un secretario y otros con otro, porque el rey recelaba de todos, todo esto, me pregunto yo: ¿era indispensable, para apoderarse de Portugal sin gran violencia y sin ofender demasiado a los portugueses? ¿Se debió entonces a la rara circunspección del rey la tan deseada unión ibérica o se debió a que la ocasión era propicia: a que estaba de Dios, como vulgar, sabia y cristianamente se dice?

Palabra del Dia

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