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Actualizado: 4 de octubre de 2025
Una noche que pudo hablarme a solas me dijo que me amaba... Yo sentí un sacudimiento; me pareció que el mundo se había abierto en dos pedazos debajo de nosotras. Le miré y él clavaba los ojos en mí.
Podría suceder que él no me quisiera ya. ¡Bonita idea! ¿Me tienes por un necio? ¿Me crees capaz de inclinarte a ser esposa de un hombre, sin saber si ese hombre te quiere, y lo que es más aún, que te merece? ¡Entonces, ha hablado usted con él!... ¿le ha dicho?... y ¿él le ha dicho?... ¿ustedes se han ocupado de esto antes de hablarme a mí?... ¿
Es probable que estos razonamientos hayan parecido totalmente indignos de contestación al señor de Montbreuse, porque se ha contentado con mirarme severamente sin hablarme, al mismo tiempo que dirigía a Eudoxia una mirada de inteligencia en la que me ha parecido descubrir no sé qué de desprecio y de amargura.
»Después de esto sólo me dirigió la palabra para hablarme de asuntos generales. ¡Santo Dios! Me da miedo su abstracción; me espanta el ver su indiferencia hacia las cosas relacionadas hasta con su propia vida. »Cuando acabó la comida durante la cual casi no hablamos, le abracé llorosa y él me acompañó hasta el coche que a la señora Braun y a mí nos volvió a nuestra casa de París.
Si no fuese verdad lo que me dice ahora, si esas palabras, que me parece oír soñando, fuesen como aquellas cartas que usted desmentía siempre, después de escribirlas... o si no está segura de hablarme con sinceridad, como lo asegura, yo le pido, yo la conjuro... No, un golpe más yo no podría soportarlo.
Eran cerca de las tres cuando Juan llegó al presbiterio. Me dijiste hoy, que tenías que hablarme... ¿de qué se trata? De algo, padrino, que va a sorprenderos, a entristeceros, y me entristece a mí también. Vengo a despedirme de vos. ¡A despedirte! ¿Partes? Sí, parto. ¿Cuándo? Hoy mismo... dentro de dos horas. ¡Dentro de dos horas! pero esta tarde debíamos comer en el castillo.
Así se las dé Dios. ¡Hola, hola, señor mío! ¿Cómo ha salido de la cárcel sin mi licencia? No hizo falta, señor Visitador. He dado mi palabra, y sabré cumplirla, de regresar en breve a la prisión. Supongo a lo que usted viene..., a hablarme, sin duda, de su causa. Precisamente, señor Visitador. Pues tiempo perdido, amigo mío.
Estoy vestida de harapos... No me riñas, cada cual tiene su manera de ver las cosas de la vida. Sé que me vas a sermonear, y hablarme de moral y qué sé yo... No entiendo tus medicinas. Te diré... Dios no quiere favorecerme, Dios me persigue, me ha declarado la guerra... ¡Qué pillín!
Usted ha querido hablarme dijo Ferpierre mientras se dirigía mentalmente estas preguntas y ponía en orden en la mesa los papeles, secuestrados en la habitación de la muerta y del Príncipe; aquí me tiene usted. Y ante todo ¿su nombre, su edad? Roberto Vérod, treinta y cuatro años. ¿Es usted Vérod, el escritor? Sí. ¿Nacido en Ginebra, domiciliado en París? Sí.
Sus manos, ese indudable signo, por el que se conocerá siempre a una persona distinguida, eran aún bellas: su mirada altiva y fija. Estaba, pues, metido en una verdadera aventura. Me parece que adivino de lo que quiere usted hablarme; me dijo mirándome con una extraña fijeza; y sin dejarme tiempo para contestar añadió: sin duda se trata de Amparo. ¡Se llama Amparo!
Palabra del Dia
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