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Actualizado: 26 de mayo de 2025


Estaba ocupadísima en aquella época. Hacía viajes a la Península; giraba, según se decía, enormes cantidades para los partidarios de don Carlos que sostenían la guerra en Cataluña y las provincias del Norte. ¡Que no la hablasen de Jaime Febrer, el antiguo marino! Ella era una verdadera butifarra, una defensora de la tradición, y hacía sacrificios para que España fuese gobernada por caballeros.

Eran amigos antiguos, a quienes Bettina trató como tales, declarándoles con toda franqueza que perdían completamente su tiempo; mas ellos no desalentaban, y formaban el centro de una pequeña corte muy obsequiosa y muy asidua que giraba en torno de Bettina. Pablo de Lavardens hizo su entrada en la escena, captándose rápidamente la amistad de todo el mundo.

Era inútil que sus ideas de poco antes, al quedar vencidas, se revolviesen con el intento de una última protesta, gritando que aquel movimiento de traslación resultaba igualmente falso, ya que la Tierra giraba como una rueda alrededor del Sol... No; el Sol tampoco estaba inmóvil, y con todo su coro familiar de planetas caía y caía, si es que en el infinito se puede caer ni subir; marchaba y marchaba, ¡quién sabe hacia que punto, ni con qué fin!...

Vívidamente brillaron en su recuerdo las incidencias de un viaje a la provincia de Jujuy; el largo tren, arrastrado por la máquina jadeante, trepaba con fatiga la pendiente, arrojando coronas de humo que se diluían sobre la transparencia del aire; y todo el paisaje giraba desplazando lentamente las vastas montañas.

No era reina de comedia, sino reina verdadera. Se miraba y se volvía a mirar sin hartarse nunca, y giraba el cuerpo para ver como se le enroscaba la cola. Pero qué, ¿iba a entrar realmente en el salón de baile? Su mentirosa fantasía, excitándose con enfermiza violencia, remedaba lo auténtico hasta el punto de engañarse a misma. De repente oyéronse pasos.

Giraba la llave bajo su mano, abríase la puerta de su camarote, cuando le vio avanzar con pasos quedos, que el tapiz del corredor hacía aún menos ruidosos. Mina se detuvo, llevándose una mano al pecho, conmovida de pavor y de sorpresa. Pero esta impresión duró poco. Se acordaba de que minutos antes había dado por perdido el amor de Fernando. ¡No hablarle más!... ¡Ver sus ojos fijos en otra!...

Al mismo tiempo los objetos que le rodeaban, el armario, la cama, el lavabo, los bastones arrimados a la esquina, le aparecían de un tamaño diminuto. Creyó sentir dentro del cerebro el ruido de una maquinaria de reloj en movimiento, un volante que giraba con velocidad y un martillo que caía a compás con ruido metálico. El martillo cesó, y siguió el volante girando.

Todo este público, o estaba sentado en sillas y bancos, formando corros, murmurando, politiqueando, coqueteando o enamorándose, o giraba en torno del quiosco, desde donde sonaba la música, dando vueltas y vueltas, aunque sea pérfida comparación, como mulos de noria.

Los chicos, aspados dentro de los trajes nuevos que estrenaban, formaban numeroso grupo que giraba anhelante y respetuoso en torno del cohetero. Por encima de las doradas mazorcas asomaban la cabeza, adornada ya con pañuelos de colores chillones, las jóvenes aldeanas.

Comía solo o en compañía de su hospedero, el señor Princetot, un hombre de rostro sonrosado, de mirada llena de malicia y cuya conversación giraba invariablemente sobre los vinos que almacenaba en su bodega, para revenderlos luego lo más caro posible a los pequeños comerciantes de la montaña. En esa gris y tristísima sinfonía del fastidio, daba la hospedera una nota única de color y de alegría.

Palabra del Dia

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