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Actualizado: 21 de julio de 2025


Creo que ustedes recibirán hoy mismo su visita. ¿Tan pronto? preguntó la duquesa. No tenemos tiempo que perder añadió Germana. Mientras tanto dijo el duque , almorcemos. El señor Le Bris tenía el coche a la puerta.

Todo su ser estaba consagrado a la salvación de Germana; toda su alma luchaba contra el peligro presente con una voluntad de hierro. Jamás el genio del bien había adoptado un aspecto más feroz y más terrible. Se leía en su rostro una abnegación furiosa, una amistad exasperada, una ternura irascible. No era ni una mujer ni una enfermera, sino un demonio femenino que disputaba su presa a la muerte.

A fines de julio los nauseabundos cigarros se escaparon tímidamente de no qué receptáculo invisible y encontraron gracia ante Germana, lo que dio a comprender que se encontraba mucho mejor. Fue por aquella época cuando el elegido por la señora Chermidy, Mantoux, llamado Poca Suerte, tomó el partido de envenenar a su ama.

Cuando se embarcaba, se internaba más que nunca en el mar y sus brazos robustos encontraban un placer en impulsar los remos; cualquiera que fuese el objeto de su visita, un encanto invisible lo atraía siempre cerca de Germana, lo mismo por tierra que por mar; se volvía hacia ella como la brújula a la estrella, sin tener conciencia del poder que lo atraía.

He desembalado a mis gentes, abierto mis paquetes, hecho mis camas, preparado la comida con un cocinero indígena que quería echar pimienta en todo, incluso en las sopas de leche. Han comido todos, paseado, vuelto a comer; ahora ya duermen y yo le escribo sobre la almohada de Germana, como un soldado sobre un tambor cuando ha terminado la batalla. »La victoria es nuestra, a fe de viejo capitán.

Si le había prometido quedarse viuda, ha cumplido su palabra antes que usted. Ha sido la primera en llegar a la cita que le ha dado usted, y yo temo... ¿Qué teme usted? Ser un obstáculo, puesto que mi vida le separa de la dicha y que mi salud le hace perder toda esperanza. Su vida y su salud, Germana, son presentes de Dios.

Cedía como esos buenos resortes de acero que se doblan con gran esfuerzo, y que se enderezan con la prontitud del relámpago. Entonces abrió la esclusa de sus lágrimas; agotó el arsenal de su ternura y fue durante tres cuartos de hora la más desgraciada y la más enamorada de las mujeres. Cualquiera, al oírla, hubiera creído que ella era la víctima y Germana el verdugo.

Un andariego que trota de la mañana a la noche, con sus piernas de rocín. No es él el que me interesa: tiene lo que se merece. ¿Se sabe algo de la señorita Germana? Su negra me ha dicho que cada día está peor. A cada golpe de tos llena un pañuelo. ¡Y sin una alfombra en su habitación! Esa niña no se curaría más que en un país templado, en Italia, por ejemplo. Será un ángel para Dios.

Lo mejor era ver las cartas de la propia Germana; el duque no dejaría de satisfacer su siniestra curiosidad. El señor de La Tour de Embleuse era presa de una de esas pasiones finales que acaban con el cuerpo y el alma de los viejos. Todos los vicios que le dominaban desde medio siglo antes, habían abdicado en provecho de un solo amor.

La duquesa jamás le acusó, ni en su fuero interno, de su ruina; veía en él, lo mismo que veintitrés años antes, al hombre perfecto; tomaba su indiferencia por valor y firmeza; esperaba en él, a pesar de todo, y le creía capaz de levantar la casa por un golpe inesperado de fortuna. A Germana, según el doctor Le Bris, no le quedaban más que cuatro meses de vida.

Palabra del Dia

brahmatma

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