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Actualizado: 21 de noviembre de 2025


Le importaba mucho conocer con exactitud el estado de Germana y llevar la cuenta de los días que le quedaban de vida. El señor de La Tour de Embleuse le confió un día todas las cartas del doctor Le Bris. Su lectura produjo en ella tal impresión que hubiera caído enferma de no ser más fuerte que todas las enfermedades. Se vio traicionada por el médico, por el conde y por la Naturaleza.

La joven le miró largo rato y sintió el corazón emocionado. No qué proceso se desarrolló en el fondo de su pensamiento, pero, después de un esfuerzo invisible, le dijo a media voz: ¡Hijo mío! La viuda la abrazó agradecida. Marqués, ahí tienes a tu mamaíta. ¡Mamá! repitió el niño sonriendo. ¿Quieres que sea tu mamá? preguntó Germana. respondió. Pobre pequeño, no será por mucho tiempo, ¡no!

La joven experimentó una especie de vergüenza al verse así sorprendida y dejó resbalar al niño sobre la alfombra. Germana no había amado aún más que a su madre y a su padre. No había estado en el colegio, no había tenido amigas y no conocía a ningún hombre.

Defendió a su antigua querida o, mejor dicho, la compadeció como un hombre galante que ya no ama, pero que se cree amado aún. Llenó este dulce deber con una tal delicadeza, que Germana aun quedó agradecida, porque apreció una vez más la rectitud y la firmeza de su alma. Además, si le permitía al conde dar su compasión a la señora Chermidy, es porque estaba bien segura de poseer todo su amor.

No hizo el gesto de desagrado de un gobernador de provincia al que dicen que el enemigo ha hecho una incursión en su territorio; demostró el disgusto de un hombre al que un accidente previsto viene a turbar en su felicidad. Germana no pudo repetirle sin un poco de cólera las palabras insolentes de aquella mujer y sus monstruosas pretensiones.

Pero cada uno de los circunstantes estaba demasiado preocupado por el peligro de Germana para observar la fisonomía del vecino. Unicamente la señora de Vitré dirigía de cuando en cuando una mirada de ansiedad a su hijo, e inmediatamente corría a la cama de Germana, como si un instinto secreto le dijese que de ella dependía la salvación de Gastón.

Cuando se ve a una persona desde la mañana a la noche, no hay odio que dure; se habla, se responde, esto no compromete a nada; pero, la vida no es posible más que a este precio. Ella le llamaba don Diego; él sencillamente Germana. Un día de mediados del mes de junio, estaba tendida en el jardín sobre unos tapices de Esmirna.

Para ella, la visita de la viuda a Germana tenía todos los caracteres de una tentativa de asesinato, porque, después de todo, la presencia de una mujer tan odiosa podía matar a una convaleciente. El doctor no encontró descabellada la idea. El conde intentó calmar a su madre. No tema usted nada dijo , no intentará ningún proceso.

Todos están prestos a vender, nadie a comprar. El conde y Spiro hablaban elegantemente las tres lenguas del país, el inglés, el griego y el italiano; además sabían el francés, por lo que su amistad fue preciosa para Germana. Spiro se interesaba por la bella enferma con todo el calor de un corazón desocupado.

La dulzura de Germana, el encanto que ejercía sobre todos los que la rodeaban, lo bien que pagaba a los que la servían y la poca esperanza que se tenía de salvarla, inspiraron buenos sentimientos a aquel criado de contrabando. Sabía mucho mejor descerrajar una puerta que preparar un vaso de agua azucarada, pero se esforzó en no parecer un novicio y lo consiguió.

Palabra del Dia

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