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Actualizado: 21 de julio de 2025
El abandono casi absoluto de la villa podía hacer creer en la muerte de Germana; las puertas abiertas, los criados ausentes, los dueños en viaje, pero, ¿para dónde? Quizás para París. Mas, ¿cómo no sabían nada en la ciudad? ¿Habría curado Germana? Imposible en tan poco tiempo. ¿Estaba todavía enferma? En ese caso la cuidarían y no dejarían las puertas abiertas.
Y volviéndose hacia la inglesa, el hotelero añadió con germana tranquilidad, como quien cumple un deber de su cargo: Monsieur el hidalgo Febrer, marqués de España. Sabía su obligación. Todo español que viaja con buenas maletas es hidalgo y marqués mientras no prueba lo contrario.
Cuando la anciana condesa abandonó el salón para ir a ver a la enferma, se encontró con el aparato roto y derribado por el suelo y a Germana con una fiebre violenta. Se la atendió como se pudo hasta el regreso del doctor Le Bris, que llegó a caballo, a media noche. Todos los convidados pernoctaron en la villa para saber con más prontitud las noticias.
En casi cuatro meses que hemos abandonado París, no ha escrito ni recibido una carta; el olvido se hace en su corazón lejos de la indigna que le perdía. La ausencia que fortifica las pasiones honradas, mata en muy poco tiempo aquellas que sólo subsisten por el hábito del placer. »Quizá también nuestra buena Germana llegue a participar de ese amor.
Mateo Mantoux, médico menos timorato, aceleró los efectos del yodo y la curación de Germana. Germana llevaba ya un mes del tratamiento por el yodo. El doctor asistía todas las mañanas a la inspiración, y muchas veces le acompañaba el señor Delviniotis. Este tratamiento no es infalible, pero es suave y fácil.
El señor de Sanglié iba de cuando en cuando a llamar a la puerta de los de La Tour de Embleuse. Era su antiguo propietario, el testigo de boda de Germana y el amigo de la familia. A la duquesa la encontraba siempre, al duque nunca; pero todo París le daba noticias de su deplorable amigo. Resolvió, pues, salvarle, del mismo modo que antes le había dado alojamiento, por el honor del linaje.
Yo no sé si te he salvado la vida, pero tú me has pagado con creces la deuda abriendo mis ojos ciegos a la santa luz del amor. Amémonos, Germana, tanto como nuestro corazón sea capaz. Dios que nos ha unido por el matrimonio, se alegrará de haber hecho dos dichosos más.
¡Ah, es así! Pues bien, cambiemos de nota. ¡Devuélvame a mi hijo! Es mío; y supongo que convendrá usted en ello. Cuando se lo cedí, puse condiciones. Como usted no ha cumplido su palabra yo retiro la mía. Señora respondió Germana , si usted quisiera a ese niño no pensaría en despojarlo de su nombre y su fortuna. ¡No me importa! Lo quiero para mí, como todas las madres.
¡Ta! ¡ta! exclamó el duque . ¡Así son las mujeres! Tú estás enferma, querida, y no serán las flores de azahar las que te curen. ¡En cuanto a mí...! Su mirada acabó la frase de modo tan expresivo que hasta el mismo duque la comprendió. ¡Eso es! dijo ; ¡a vuestra comodidad! ¡moríos las dos juntas! ¿Y entonces qué será de mí? Usted será rico, padre mío dijo Germana abriendo la puerta del comedor.
Los huéspedes de la villa Dandolo no pensaban en regresar a sus casas. Unidos por la felicidad, como lo habían estado por la inquietud, se agrupaban alrededor de Germana, como una familia bien avenida alrededor de un niño mimado.
Palabra del Dia
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