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Actualizado: 21 de noviembre de 2025
Los dos habían visto entrar a Germana y habían adivinado sin esfuerzo el mal que la mataba. El pintor profesaba una filosofía alegre, como todo el que digiere bien. Yo, señor decía a su vecino , si nunca llegase a padecer del pecho, lo que no es probable, no me apartaría en absoluto de mi régimen de vida. En todas partes se cura y en todas partes se muere.
Al oír esta grosería, Germana perdió la paciencia y replicó: Señora, ya está usted viendo que me encuentro bien. Puesto que únicamente había venido para enterrarme, su misión ha terminado, y nada tiene ya que hacer aquí. La señora Chermidy se instaló resueltamente en el banco de piedra diciendo: No me iré sin haber visto a don Diego. ¡Don Diego! exclamó la convaleciente . ¡No lo verá usted!
Contó todas las dichas y todos los pesares que le había dado. Todos sus discursos se referían a ella, así como todas sus preguntas: la quería a todo precio y empleó la astucia de una tribu india para descubrir su dirección. La llegada inesperada de aquella ruina viviente fue un serio dolor para Germana y una cruel enseñanza para don Diego.
Les he amado tiernamente desde el primer día. ¡Y cómo se le parecen los dos, amigo mío! Cuando el pequeño Gómez viene a jugar al jardín me parece que veo su sonrisa de usted en su carita. Estoy muy contenta de haberlo adoptado. Esa mujer no me lo robará jamás, ¿no es verdad? La ley me lo ha dado para siempre; es mi heredero, ¡mi único hijo! No, Germana respondió el conde , es tu hijo mayor.
El señor Le Bris era, desde hacía tres años, el médico de la señorita de La Tour de Embleuse. Había seguido los progresos de la enfermedad sin poder hacer nada para detenerlos. Y no es que Germana fuese una de esas niñas condenadas desde su nacimiento, que llevan en sí el germen de una muerte hereditaria. Su constitución era robusta y su pecho ancho; además, su madre nunca había tosido.
Germana cruzó los brazos sobre el pecho y dijo: Señora, en vano sondeo mi conciencia; no me puedo encontrar culpable de nada como no sea de haber curado. Jamás he contraído ningún compromiso con usted, por la sencilla razón de que ésta es la primera vez que la veo.
Con mucho gusto dijo el duque. ¿Cómo va la duquesa? Llego del campo y aun no he tenido tiempo de hacer ninguna visita. ¿Que cómo va la duquesa? Sí. Creo que va a llorar. Está loco pensó el barón. El duque añadió sin cambiar de tono: Me figuro que Germana ha muerto y que Honorina se alegra de ello. Encuentro eso horrible y así se lo he dicho a ella misma.
¿Pero cree usted que yo voy a poder ver a Germana en el altar mayor de Santo Tomás de Aquino, con el señor de Villanera a su derecha, la señora Chermidy a su izquierda con un niño de dos años en los brazos, y el sepulturero cerrando la comitiva? Eso es sencillamente abominable, mi pobre doctor. No hablemos más de ello... Diga usted... ¿Y es muy complicada esa ceremonia del reconocimiento?
La duquesa lloró mucho; el duque tomó más alegremente la separación, para tranquilizar a su esposa y a su hija; quizá también porque no encontró lágrimas en sus ojos. En su fuero interno, él no creía en la muerte de Germana. El solo, con la vieja condesa de Villanera, esperaba el milagro de la curación.
Germana no estaba más tranquila que él. Presentía que su vida iba a decidirse en una hora y que su médico no era ya el señor Le Bris, sino el señor de Villanera. No obstante, los dos jóvenes, conmovidos hasta el fondo del alma por una emoción violenta, permanecieron algunos instantes sentados el uno al lado del otro en el más profundo silencio.
Palabra del Dia
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