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Actualizado: 1 de julio de 2025
Se llamaba Inés, y había sido criada de doña Frasquita, de cuya casa salió para casarse con un ex cochero que, tras haber servido a un grande, con la protección de éste y sus propios ahorros, estableció un servicio de carruajes por abono.
Ni marido pobre de mujer acaudalada, ni yerno de suegra intolerante, ni protegido por rico vanidoso, se vieron nunca tan privados de libertad como el mísero don Quintín a partir de aquel día en que doña Frasquita se enteró del devaneo que su esposo traía entre manos; porque la aventura con Mariquita, que para él fue simple pecado de pensamiento, semejante a la delectación morosa que dicen los teólogos, a la vieja le pareció adulterio consumado.
La conversación fue larga, mostrándose Cristeta tan firme en su propósito, que los vicios bajaron la cabeza. Doña Frasquita tembló ante la idea de que, si su sobrina volvía al teatro, tornase su marido a las pasadas liviandades: don Quintín, barruntando que en aquello andaba Juan, calló seguro de que Cristeta le hablaría luego reservadamente. No se había equivocado.
Ella sentada dentro del vagón, y él de pie en el estribo, Cristeta y don Juan estuvieron hablando un buen rato y sin testigos enojosos, porque doña Frasquita no permitió que su marido fuese a la estación para despedir a su sobrina. ¿Qué día vendrás? preguntó ella a su amante. Lo antes posible.
Diógenes le llamaba de ordinario Francesca di Rimini, a veces señá Frasquita, y perseguíale y acosábale por estrados y salones, y hasta entre las faldas de las damas, donde el afeminado prócer acostumbraba a refugiarse, con intempestivos abrazos que le arrugaban y tiznaban la inmaculada pechera; besos extemporáneos que obligaban a la pulcra víctima a lavarse y frotarse con cold cream; pisotones disimulados que le deslustraban el calzado y le reventaban los juanetes, o bestiales apretones de manos que le descoyuntaban los dedos, poniendo en riesgo de esparcirse por todas partes los treinta y dos componentes que asignaba a su cuerpo la leyenda.
Al entrar en el estanco, Frasquita, solemne y triunfadora, levantó la trampilla del mostrador, y dejando paso a Quintín, al par que le señalaba la silla puesta junto al brasero, en la trastienda, dijo con voz reposada y grave: Viciosote; usted, que siempre estaba en casa, flojo y alicaído, como bandera en día sin viento, ¿salía a presumir fuera? ¡Ya te daré yo querindangas! ¡Cochino! ¡Mientras yo viva, no saldrás a la calle más que conmigo!
De seda y muy de seda iban las dos hijas del escribano, pero «aunque la mona se vista de seda, mona se queda». Son más feas que noche de truenos. ¿Y de dónde han sacado su hidalguía? Quizá no sabremos que son hijas de la Frasquita, a quien Dios haya perdonado. Era viuda del cagarrache del molino de Don Andrés cuando la pretendió y la tomó por mujer el escribano. ¿Y por qué la tomó por mujer?
La cosa tiene un peligro muy gordo: porque si luego se sabe la verdad, Cristeta se lo cuenta todo a Frasquita y ésta me saca los ojos. Además, lo que debo hacer no es apartarle de Cristeta, sino todo lo contrario.
En el instante de pisar ella el gabinete, don Quintín estaba tumbado ante la chimenea, con la cabeza reclinada en un almohadón, desabrochado el chaleco y sujetando en una mano la botella de Jerez medio vacía. Verle Frasquita y abalanzarse a él, todo fue uno. Canalla, indecente, sucio, vicioso, ¿en esto te gastas el dinero? ¿Quién es esa tía? El pobre hombre se quedó como muerto.
Dígaseme ahora con sinceridad si aquellos dos dedos de Frasquita no eran más fieros y traidoramente destructores que todos los rejones, banderillas, garrochas y espadas que contra los toros se esgrimen.
Palabra del Dia
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