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Actualizado: 1 de julio de 2025
¡Polaina, señá Frasquita!... Si te lo llegas a dar tú, ¿eh, comadre?... Te desbaratas en treinta y dos partes, lo mismo, lo mismo que un rompecabezas... ¡Saltar así a los sesenta y cinco años!... ¡Polaina!... Pero se acordaba él de otro salto aún más mortal todavía: el que dio cierto barbián amigo suyo, desde el almuerzo de un lunes a la comida de un jueves, sin tropezar siquiera en un garbanzo.
Primero Frasquita rogó, suplicó y lloró, mientras don Quintín aguantó, cruzado de brazos, jurando y perjurando que el origen de aquello debía de ser una broma pesada de algún mal intencionado; por último, exasperada la esposa, empuñó un formón viejo que servía para desclavar cajones, y amenazó enérgicamente a su marido, diciéndole: ¡Te mato cuando estés durmiendo, y luego me mato yo! ¡Vamos a salir en los papeles!
No había cosa que no estuviera pronto a sacrificar por Mariquita: el estanco con anaquelería, puros, carteras de sellos, papeles de matrículas, todo se le antojaba poco para arrojarlo a los pies de aquella sirena. ¡Cuán horrible le parecía, al volver a casa, la severa figura de su esposa doña Frasquita! ¡Qué fea estaba con aquellos parches de alquitira en las sienes y aquella eterna labor de calceta azul entre las manos!
Doña Frasquita era algo avara; pero antes de tolerar que su marido acabase de corromperse y perderse comprando medias a una sinvergüenza, consintió en que Cristeta saliese de Madrid acompañada de una doncella, costara lo que costara. Menos ruinosa resultaría la doncella que la pérdida de su marido. La escena que pasó entre los cónyuges fue trágica.
Previo regalo de un cigarro con que don Quintín le obsequió, el portero del teatro le dijo dónde vivía la corista por quien iba preguntando, y allá se fue a buscarla, deseoso de hablar de Mariquilla y esperanzado en saber cuándo regresaría para precipitarse en su busca; porque durante aquella larga caminata, según se había ido alejando de su casa y cónyuge, sintió que el amor se enseñoreaba de su espíritu y de sus sentidos, y hasta le pareció que si encontrase a Mariquilla podría llevársela a comer de fonda, contra lo que suponía la desengañada Frasquita.
Por fin, la catástrofe se vino encima. Uno de aquellos billetes amorosos cayó en manos de doña Frasquita. ¡Y en qué momentos! Precisamente cuando era cosa resuelta que don Quintín acompañase a Cristeta en su campaña de verano.
Escrito el anónimo, puso el sobre a doña Frasquita, y llamando a un muchacho de la vecindad, de quien podía fiarse, le dijo: Vas al estanco que hay a lo último de la calle de la Pingarrona, preguntas por esta señora, la entregas la carta en propia mano, teniendo cuidado de que esté sola, y en seguida aprietas a correr. <tb>
Quintín continuaba mudo. Tenía la seguridad de que la menor imprudencia de sus labios contra Carola empeoraría la situación, y con su mujer tampoco se atrevía. ¿Qué hacíais? preguntó Frasquita, clavando los ojos en el desnudo pecho de la corista pecadora. Carola miraba socarronamente al estanquero, diciéndole con retintín: ¿Y es esto lo que usas pa diario?
Pero estamos amenazados de que el mejor día haga Frasquita averiguaciones, se plante aquí y nos arme la escandalera del siglo. Eso será lo que tase un sastre, porque si viene, del primer trastazo la dejo perniquebrá. Tú no eres capaz de hacer tal cosa, porque, al fin y al cabo, se trata de mi señora. Te azvierto que de tres patás la espampirolo y te quedas más viudo que el marido de una difunta.
Acude a la cita porque a ello le obliga su situación respecto de Cristeta, que puede contar a Frasquita lo que ésta debe ignorar, y también porque, descubriendo los pensamientos de don Juan, le será más fácil la venganza. Su antiguo conocido le recibe amabilísimamente. ¡Mi señor don Quintín, y cuántos deseos tenía de que honrase usted mi choza! ¿Cómo va ese valor?
Palabra del Dia
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