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Aquí y allá, a lo largo de los caminos, la recua o el rebaño levantan grandes nubes de polvo, cual si fueran ejércitos. Torvo reflejo mineral flotaba sobre el Valle de Amblés. El paisaje era aún más austero bajo aquella claridad implacable. Comenzaba la trilla. La mies rebrillaba en las eras. Los labriegos tenían que turnarse sin cesar para ir a beber a la sombra de los carros.

Varios gañanes de la dehesa le reconocieron y, desde entonces, las miradas se tornaron cada vez más hostiles. Una tarde, de vuelta a su casa, al pasar junto a unos árboles, por detrás de la iglesia de Santa Cruz, oyó de pronto una fuerte detonación y a la vez breve silbido que pasó por encima de su cabeza. Volvió la mirada. A su izquierda, blanca y redonda nubecilla flotaba en el aire.

Cuando el viento soplaba con fuerza impidiéndome estar a orillas del agua, me encerraba en el patio del lazareto, un patio pequeño y melancólico, todo él perfumado por el aroma del romero y del ajenjo silvestres, y allí, junto al lienzo de las vetustas paredes, dejábame invadir por el vago olor de abandono y de tristeza que envuelto en los rayos del sol flotaba entre los aposentos de piedra, abiertos por todas partes como tumbas antiguas.

Antes, en la edad teológica, el hombre se había acostumbrado a la presencia de lo absoluto en cada realidad relativa; el mundo estaba poblado de mitos; la esencia de los seres flotaba en la superficie, como la niebla matinal sobre los ríos; y el conocimiento íntegro se ofrecía al alcance de la mano, como la frambuesa de los setos.

Vasta tristeza flotaba sobre la ciudad guerrera y monacal, y, en medio de aquel recogimiento, el niño creyó escuchar un coro lejano, un himno alucinante. Eran acaso las monjas agustinas. Por momentos, un hálito sagrado parecía pasar entre las voces y estremecerlas como llamas de cirios. Ramiro recordó las descripciones que su madre le hacía del Paraíso y del Purgatorio.

Las capillas laterales despedían resplandores amarillentos que, como grandes bocanadas de claridad, se confundían en el centro de la nave: de los arcos pendía multitud de arañas con flecos, colgajos y prismas de cristal tallado, en cuyas facetas irisadas se multiplicaba hasta lo infinito el tembleteo de las luces: y, al fondo, el retablo del altar mayor semejaba un monumento de oro adivinado tras la pirámide de llamas formada por cirios y velas, cuyos pábilos chisporroteaban, esmaltando de puntos rojos las espirales del incienso que flotaba en la atmósfera calurosa y pesada.

En el frente francés flotaba una bandera blanca avanzando hacia nuestro frente. La batalla había concluído. Nuestros soldados se abrazaban con júbilo. Confundíanse los diversos regimientos y los paisanos advenedizos con la tropa. La gente del vecino pueblo de Bailén acudía con cántaros y botijos de agua. Agrupábanse hombres y mujeres junto a los heridos para recogerlos.

El niño entonces vio una cosa terrible, una cosa que recordó años después y aun toda su vida: el hombre emboscado se incorporaba, con su único ojo centelleante y fiero; se echaba a la cara la formidable tercerola; se oía un espantoso trueno, voz de la bocaza negra; flotaba un borrón de humo, que el aire disipó instantáneamente, y al través de sus últimos tules grises el abuelo giraba sobre mismo como una peonza, y caía boca abajo, mordiendo sin duda, en suprema convulsión, la hierba y el lodo del camino.

La víspera de la boda, entró como vecino en la pequeña oficina en que la joven se esforzaba por absorberse en sus cuentas, ante las cuales flotaba obstinadamente un velo de desposada. Tuvo que admirar los trajes y las alhajas, y esto no fue nada todavía al lado de la ceremonia del día siguiente, a la que no se atrevía a sustraerse. A pesar de su ánimo, se le acababan las fuerzas.

Sus ojos grises, de mirada fija e imperativa, ojos de hombre habituado al mando, eran lo único que justificaba la fama del capitán Llovet, la leyenda sombría que flotaba en torno de su nombre.